La mayoría de los peregrinos jacobeos, especialmente en verano, son caminantes matutinos. Obvio, se dirá, pues la fresca hace más llevadera la caminata. Los motivos de esta premura, sin embargo, pueden buscarse en el aforismo que cataloga al que amanece temprano como predilecto de la divinidad, “al que madruga Dios le ayuda”, o quizás, de manera involuntaria, como una metáfora que hace del caminante un ser que resurge de sus cenizas, una nueva persona que protagoniza un nuevo amanecer.
Yo, por mi parte, nunca fui de madrugar. Más de la mitad de mis años universitarios (casi una decena) los disfruté de tarde. Me motiva más el atardecer, con sus tonos rojizos y anaranjados, su luz apagada y su anuncio del final del día o de los días (“this is the end”, cantaba Morrison). Encuentro más interés en el crepúsculo, el ocaso, el fin o la derrota, que en el inicio, el nacimiento o la victoria. No fui consciente de esta actitud hasta bien mayorcito. Quizás por eso sea tardíamente del Atleti. Quizás por eso decidí hacer una única jornada a Santiago por la tarde.
Creo que, pese a mi pereza, los
dioses me aman -y ya no moriré (muy) joven, pese a la certeza de Menandro-,
pues hay algo de providencial en el hecho de hacer solo una jornada en vez de
las 3 que tenía previstas para 100 kilómetros. Un advertencia de la familia
sobre las escasez de plazas en albergues y unas cuantas llamadas confirmando
esta circunstancia, sumadas a mis molestias en la planta del pie derecho, me
disuadieron de mi idea inicial. Pienso que, como dice mi mujer, de haber
seguido el plan, quizás hubiera hecho bueno el dicho del autor griego, pues
llegué a la capital gallega como si hubiera cruzado el desierto del Sáhara,
como el Rambo del late night show de los 90, sin sentir las piernas.
Más allá de la fe religiosa (o ausencia de la misma) el camino es la tan manida expresión de encuentro con uno mismo, especialmente cuando se recorre en solitario. Es dar gracias por las magnificencia de la naturaleza que tenemos, el poder ver a una familia de patos cruzando el camino o unas vacas viéndote pasar en la umbría de un bosque, poder respirar la menta y el eucalipto del bosque gallego, hasta el estiércol del campo cultivado -que precede al barbecho, también espiritual- oír los ruidos del campo -incluso cuando uno piensa que un jabalí le acecha 😊-, es pensar, primero, que no llegas a la hora prevista para hacer el check in en la pensión, después, que puede que no llegues porque los pies te están matando y finalmente venirte arriba con un “¡Aúpa, Borja!”.
El camino es también el encuentro con los otros, espejo de la bondad que llevamos dentro. Saber que otros hollaron antes la misma tierra, acrecentando algún altar improvisado. A diferencia de cuando hice el camino francés con Sergio hace 15 años -la mitad de los que tenía en aquel entonces- el Camino mozárabe o Vía de la plata resultó ser un desierto de peregrinos. Al menos, que yo viera, pues puede ser que los colegas fueran más madrugadores. Solo encontré dos chicos bien equipados con sus bastones de senderismo descansando en la fuente de los carballiños, al comienzo de mi etapa, apenas una hora y media después de emprendida la marcha, a la una y media de la tarde. Apenas cruzamos un saludo de buenos deseos, pues yo, por aquel entonces, marchaba como un expreso, un Juanito Mühlegg de secano. Mi resistencia empezó a flaquear pasados los 20 km de caminata, tras cerca de mil metros cuesta arriba a pleno sol y un encuentro inesperado bajo un túnel abovedado en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme con una locuaz matriarca gallega.
Medio deshidratado por la
excesiva confianza en mis posibilidades y la escasez de avituallamientos en la
Vía de la plata, en la que los bares son más raros que el oro, crucé la N-525 tentando la suerte del zorrillo que cruza la carretera. Fue un
milagro, pues pasándome el mojón que me indicaba el camino topeme con el Bar
Rosendo de Carmiña, que me colmó de manos y flechas de juguete para mi hija,
auténtico merchandising jacobeo. Precisamente reparé en esta cuestión en el
trascurso de mi caminata. El camino tiene muchas caras y una de ellas es el
comercial, como vía de ocio en la que muchos/as/es excursionistas cumplen
religiosamente -o no- los 100 km que dan derecho a la Compostela y que conlleva
toda un industria aledaña de transporte de mochilas, asistencia en ruta y, como
no, alojamientos en el camino.
El precio en estos es a veces
desorbitado, a partir de 15 euros en cuartos colectivos con literas y desde 40
euros en habitaciones individuales de categoría de pensión de trote. En
Santiago es, directamente, una locura, hostales de mala muerte desde 50 euros
la noche (en mi caso, 18, auténtica ganga, una habitación en un piso a las
afueras tipo Cuéntame y ducha con regulación acuática difícil de domeñar,
por así decirlo). La posible falta de plazas en los albergues tradicionales -que
no cobran más de 10 euros por una litera, lejos ya de los 3 (o incluso la
voluntad) de hace 15 años cuando mi primera experiencia en el camino- fue la
que me decidió por afrontar una única etapa, como comentaba antes. De hecho, en
el albergue de Outeiro, con un aforo normal de 32 plazas, solo tienen ahora 10,
por causa de la pandemia; con todo, cuando pasé hubiera tenido suerte, pues
quedaban dos vacantes, según me apuntó Mario, un simpático vasco de Galdácano
con reserva al día siguiente en el seminario compostelano.
Respeto esas otras formas de
afrontar el camino, que no requiere del objetivo cristiano para realizarlo,
pero sí creo que en su naturaleza única está el encuentro consigo mismo, la
búsqueda del momento espiritual de contacto con la naturaleza y, en este afán,
a mí me ayudó la soledad de mi viaje y ajustado presupuesto -comida y cena,
3,50 euros, agua 2,40 euros, esto parece un anuncio de Mastercard-.
Hecho este inciso financiero,
seguiré mi crónica deambulatoria recordando cómo las flechas con las que me
obsequió Carmiña no hicieron más directa mi llegada a la capital gallega. Esos
9,5 kilómetros finales, sucesión de toboganes, se me hicieron muy cuesta arriba
-y abajo-. Tan cerca me veía, tan lejos sentían la meta mis piernas, al punto
que una patrulla de protección civil preguntó por mi camino al verme sentado
contemplando el horizonte al lado de un mojón de la ruta. La ampolla me
abandonó en ese trecho y no la eché nada de menos, pese al dolor inicial por su
pérdida. Cara al sol afronté el último tramo del camino y comencé a sufrir,
viendo cómo Santiago se vislumbraba a lo lejos, tras las colinas, pero yo apenas
avanzaba por una sucesión de andurriales asfaltados paralelos entre sí, cual
meandros de un río de estuario cercano. El sol se ponía, mis piernas se
adormecían y, finalmente, tras una larga subida arenosa por un bosque de árboles
de espeso ramaje, llegué a las vías del tren en Angrois. Recé unos segundos por
los fallecidos, ante el improvisado altar de recuerdos, y afronté anocheciendo
la subida final al corazón de Compostela.
A las 10 de la noche entré en la plaza, escasa de gente (salieron todos la mañana siguiente, abarrotándola) y ayuna de peregrinos, pareciendo, imagino, un valiente que inició, al menos, su trayecto en Roncesvalles. Lo que quedaba de mí entonces era un tipo sostenido por dos patas de palo, más tieso que el báculo del Apóstol, feliz porque la cama me esperaba a apenas dos kilómetros más, junto a la universidad santiaguesa. Cuando el sentimiento reconforta, no es tan largo el camino entre la fe y la razón.
Tras una noche completamente en vela, fruto no de la oración, sino del dolor muscular, que me ayudó a reflexionar sobre las lecciones vividas en mi jornada, como los inesperados fogonazos de alegría o la importancia de no desesperarse, un paraguayo (fruta), dos ciruelas y un yogur por toda cena, amanecí al alba con renovado ímpetu -y piernas de trapo- azuzado por las risotadas que dos de mis compañeras de piso soltaban ante las ocurrencias del tipo que deduzco acogieron en nuestra común morada y del que me despedí con una leve inclinación de cabeza y sutil levantamiento de mano al pasar por el salón, cuando él vagaba en el sofá entre la vigilia y el sueño, puede que imaginando su final carcajada triunfal ante sus anfitrionas.
Acudí -raro en mí, hombre vespertino-
a la primera misa de la mañana del peregrino, que dio providencialmente
respuesta a algunas de mis tribulaciones. Las lecturas giraban en torno al amor
al prójimo como mandamiento principal casi al nivel del amor a Dios. Para el no
creyente cristiano Dios puede ser la naturaleza, ese universo infinito y
magnífico que nos rodea, del que formamos parte y del que somos hijos. Amarlo
es amarnos a nosotros mismos. Cuando Ruth, la moabita, le dijo a su suegra que
le acompañaba a su tierra natal hacía un acto supremo -inalcanzable para muchos-
de altruismo, de ponerse en el lugar del otro, de quererle más que a uno mismo.
Pedí por la mayor felicidad posible de todos, aunque digan que vivimos en el
mejor de los mundos posibles…
Abandoné la atestada plaza del
Obradoiro tras mi solitario camino a contracorriente de las oleadas de
peregrino que empuñaban las banderas que anuncian sus lugares de origen y puse rumbo
a casa en un tren lleno de adolescentes que recordaban su festiva aventura de
peregrinos. Crucé el Miño por el puente del Milenio apenas 24 horas después de
haberlo atravesado por el romano. Cauces paralelos, aparentemente tan
distintos. Lo antiguo y lo moderno. La historia cíclica. Aunque pongamos la
vista en el horizonte, el sol que saldrá mañana es objetivamente el mismo que
el de ayer, aunque no para nuestros ojos. Las veces que volvemos sobre nuestros
pasos, aun sin danos cuenta. Aprovechar el momento. Tempus fugit. Volveré.