martes, 21 de diciembre de 2010

El fin de un viaje

Estoy en la prórroga de mi periplo estadounidense. Digo que disfruto el tiempo de descuento, porque tenía que haber llegado ya a España, pero la tormenta de nieve que asola el Reino Unido me ha regalado dos días más en esta parte del mundo donde dicen de sí mismos ser "el espíritu de América", porque aquí llegaron los primeros europeos anglosajones (aunque los primeros europeos fuimos nosotros, los celtíberos). Gracias al contratiempo he podido ver la estampa más característica del clima invernal en Massachussetts: ayer nevó.


Aunque mi cuerpo continúa acá, mi mente anda ya viajando, impulsada por los recuerdos que brotan al empaquetar los utensilios de la que ha sido mi cocina durante casi cuatro meses. Estas últimas 3 semanas han sido frenéticas y he visitado más zonas de los Estados Unidos de lo que hice en los 3 meses anteriores. Volvi con Isa a Nueva York (NY), donde ya había estado con mi madre y en la que pudimos disfrutar del 'Winter Garden', una de las zonas más desconocidas para los turistas, con una vista privilegiada sobre la Zona Cero de NY. El tesoro, un hall que recrea un jardín con luces parpadeantes, nos fue descubierto por una simpática mujer, de origen italiano, que nos resumió en apenas 10 minutos de viaje en bus, el origen del cosmopolitismo neoyorquino y la pujanza de los asiáticos en el país.

Isa me la jugó, en sentido amplio: de NY no volvíamos a Boston, sino que volábamos a Las Vegas, la ciudad del juego, en un viaje relámpago de dos días. El paraíso del vicio es impresionante y hace honor a su nombre. La máquinas tragaperras te reciben nada más llegar al aeropuerto y los anuncios de gachises y gachisos bailones (vedettes y boyses, para entendernos) están omnipresentes. Algunos de los casinos sorprenden por su fastuosidad (el del hotel Paris-Las Vegas, por

ejemplo, tiene una réplica exacta a escala de la Torre Eifell y caminar por su interior es como hacerlo por una calle de la capital de Francia a plena luz del día, aun siendo de noche).


Días antes nos dimos una turné por las -heladas- cataratas del Niágara, desbrozando con el coche de alquiler unos caminos con palmo y medio de nieve. No salimos demasiado a la calle, pues hacía tanto frío y estaban tan intransitables las aceras -el dinero público en este país se destina mayormente a defensa-, que Isa y yo nos vimos más de una película de la videoteca de la casa del entrañable Mike, nuestro casero ocasional. Era éste tipo un americano estoico (qué gran jugador de poker se ha perdido el mundo...o no) al que Boston le parece lo que a los contemporáneos de Cristobal Colón las Indias orientales, algo muy lejano.


Ví, al fin, un partido de los Celtics, probablemente no el mejor juego de la historia, pero que mereció la pena por el ambiente que se vive en el Garden. Ahora bien, ese ambiente tiene poco de espontáneo, salvo dos entregados aficionados que no paraban de jalear las jugadas de su equipo. Resulta que, por ejemplo, el mítico 'Di - fens', animando al equipo a defender a muerte, sale en forma de ilustración por las pantallas gigantes del estadio, en las que aparece el caballero de los Celtics con una valla (fence, en inglés).

Es como en la tele, en la que el regidor manda al público aplaudir, silbar, gritar...y todos obedecen a pies juntillas, excepto el seguidor de nuestra derecha, un heroico aficionado de los Denver entre la marea verde. Shaquile no es grande, es enorme. Isa coincide y eso que lo vio de lejos y sin gafas (aunque la más grande es Rocío Jurado, que quede claro).

Tuve también mi minuto de gloria en la presentación que el día 16 de diciembre impartí en el Real Colegio Complutense. Creo que fue comparable al primer discurso que dio Fidel Castro nada más triunfar la revolución: la audiencia, entregada a la sabiduría del ponente, se arrojó en brazos de Morfeo. Para ser mi primer discurso en inglés no estuvo mal, creo, aunque tuve problemas a la hora de pronunciar ciertas palabras inglesas, salvo 'incredible', claro.


Vuelvo a Madrid con hambre de trabajo y fama. Es tanta mi hambre que, hace una semana, despidiéndome ya de la gente en una cena en un restaurante chino con Isa, mi amiga Rosa y el incomparable Bill, al acabar con los postres observé, extrañado, cómo a todos los comensales menos a mí les obsequiaron con unas 'galletas de la suerte', especie de barquillos con un papelito en el que viene escrita una máxima filosófica; tras preguntar por mi galleta, caí que la había engullido unos segundos antes, sin reparar en el papel. "Tendrás que esperar a mañana para saber lo que pone", fue la sugerencia de la simpática Rosa.

Es este país, como reza el tópico, la tierra de las oportunidades. Así ha sido en el caso de Osa, un nigeriano que llegó acá hace 32 años y que tuvo una novia española. Cuando fue con ella a conocer a sus padres, a Torremolinos, se sentía como una especie de alienígena. 'Mami qué será lo que quiere el negro', cantaba el taxista africano camino de mi casa bostoniana, explicando lo exótico que resultaba a los lugareños andaluces de la época. Decía que le encantaba España, llena de 'gente loca como Jesús Gil o el que hacía de superman'. Para él, sin embargo, no hay mejor tierra que América. Como dice mi buen amigo Sergio, al que felizmente pude ver tras su vuelta de Buenos Aires, tras años sin vernos, la gente de aquí puede tener un aspecto más o menos pintoresco, ser más o menos cultos, pero tienen una gran dignidad y un gran civismo. Vuelvo a la España que tanto he echado de menos, pero no sé si me seguirán gustando los decibelios de sus bares o aquella idea según la cual lo que es de todos, lo público, no es de nadie, y no se respeta nada.

viernes, 26 de noviembre de 2010

American 'furgol'

Parafraseando a la divina (o pequeña diva) Verónica, la directora del ciclo de películas españolas que todos los viernes nos ofrece el Real Colegio Complutense, quien nos regala detalladas introducciones dramatizadas de los filmes, no entiendo por qué llaman fútbol acá a lo que en realidad es un rugby de casco y armadura. Bien es cierto que algo sí utilizan los pies, para patear a palos, mayormente, obviando la necesidad de tener pies para correr... que sería tanto como hablar de la importancia de las rodillas en este juego a tenor del uso que les dieron los jugadores del Harvard-Yale cuando un compañero tendido no lograba reincorporarse y hubo de recibir atención médica.
Es éste el partido del año, lo que en España sería el 'clásico', que aquí se conoce como 'The Game', y, aunque según dicen, no es que los dos equipos sean equiparables en categoría a Madrid y Barça, el espectáculo de la marea humana que baja desde el campus universitario hacia el estadio, cruzando el río Carlos, merece la pena.


Dejando a un lado detalles como las reglas del juego, la presencia de bandas de música, animadoras, o un banquillo con casi 80 jugadores por equipo ("Es por las lesiones", me comentó Mariana, mi encantadora amiga hispano-argentina) que hacían de las bandas del campo casi una calle de Nueva York en hora punta, el fútbol americano y nuestro idolatrado 'furgol' no son tan diferentes.
En ambos casos el ritual de acudir al estadio se convierte en una fiesta, en la que las familias hacen barbacoas, comen y beben antes de entrar al estadio (en España también se bebe, dentro y fuera); el resultado no es lo más importante, porque los menos entendidos van al evento movidos por otras inquietudes (recordemos la fanfarria que ideó la afición del Cádiz, homenaje al etilismo); y los asientos no son los más cómodos (el campo de Harvard es tipo anfiteatro de hormigón armado).


Como decía, no es que el partido fuera de una calidad sublime, a decir de los entendidos (porque los profanos como yo no hubieran diferenciado el balón de un melón rebozado de tierra), será quizás porque no se puede tener todo en esta vida (mens sana in corpore vago), como tampoco fue de la máxima altura gastronómica -aunque disfrutara como un enano- la comida del Día de Acción de Gracias o Thanksgiving, el último jueves del mes de noviembre, basada, como sabréis en la figura del pavo. El ave en cuestión era un buen espécimen, hermoso y con buen color, que fue cocinado magistralmente por la mujer del director de la institución que me beca (o eso, creo, pues en cuestión de dineros, Harvard es un enigma de eficiencia), el Real Colegio Complutense.
Había otros especímenes en el almuerzo, pero no eran comestibles. Uno de ellos, el profesor Girón, un fenómeno que habla varias lenguas, toca varios instrumentos y ha estudiado diversas carreras, nos deleitó con un recital de canciones melódicas im-presionante, al punto que casi llego al nirvana arrullado por su fantástica voz.




Nos juntamos veintipico españolitos o hispanófilos, en la sala de conferencias del Real Colegio, la misma que será testigo el próximo día 16 de la charla que el que esto escribe intentará dar en inglés sobre los egregios Darwin y Twain. Fue una auténtica reunión festiva a la española: comimos, bebimos, cantamos y hasta bailamos (algunos bailaron, quiero decir).
Y, además de tener la suerte de comadrear con Ángeles, una profesora de Derecho que lleva en sus venas sangre de artista (impresionante su interpretación en una fiesta previa al Thanksgiving de algunas coplas y canciones, entre otros, de Rafael de León, en una reunión española más cañí que un organillo de Lavapiés), pude charlar con Carlos Blanco, un tipo muy simpático y genial, que en un pis pas me resumió el objeto de su investigación: el mundo escatológico judeo-cristiano (del más allá en estas religiones, para entendernos).
Seguramente el nombre no os dice nada, pero, gracias a la ayuda de mi compañera de piso, la sin par Victoria, reparé en que el amigo Carlos era aquel chaval superdotado que enseñaba cosas del antiguo Egipto a Sardá en Crónicas Marcianas. También me hice una foto con Obama, que se quedó tieso de la emoción (en la foto junto a Teresa, majísima profesora en Granada)

El tiempo corre y apuro mis últimas horas en las bibliotecas harvardianas, lugares para el estudio y el sueño (los ronquidos son música de fondo, especialmente ahora, próxima ya la época de exámenes). El pasado sábado, como era el fin de semana de Acción de Gracias, solo abría una de las bibliotecas, y a primera hora de la mañana nos juntamos apenas una decena de estudiantes, entre ellos un señor ya talludito ataviado con el típico gorro ruso con orejeras y que llevaba sus dos docenas de libros (estimación 'a Ohio') en una especie de carro de la compra... Esta biblioteca, la Lamont, abre normalmente 24 horas al día de lunes a viernes, para saciar el hambre de sabiduría que hay en esta voraz universidad.

Se acerca diciembre y los estudiantes de temporada, como yo, empiezan a pensar en volver a casa. Es época de despedidas y de vislumbrar el retorno al hogar. Yo, sin embargo, cruzo esos pensamientos con otros sobre viajes en sentido contrario: mi novia, Isa, viene a primeros de mes y, entre otros sitios, iremos a las Cataratas del Niágara, ese lugar en el que Mark Twain situó el Edén que fue morada de Adán y Eva. La vida en Boston debe ser aún más agradable en compañía de la persona amada.

PD: En el post anterior hablé de Halloween, pero olvidé referirme a la tradicional procesión de niños por las casas pidiendo caramelos bajo amenaza de hacerte un truco ('Trick or Treat', dicen los chavales). Yo, que siempre he sido fan de los superhéroes, repartí golosinas a niños vestidos de Batman, Superman, Elmo (de los teleñecos)...Menos mal que a eso de las 7 de la tarde se acabaron nuestras reservas, porque el goteo de infantes era continuo y la paciencia es corta.

martes, 2 de noviembre de 2010

Born (ja) in the USA

Siempre imaginé que los Estados Unidos de América estarían plagados de rockeros como Bruce Springsteen, cantantes de country como Shania Twain -creo que hay también algún hombre, pero ahora mismo no me acuerdo-, raperos como Vanila Ice o cantantes flamencos de gira como el Príncipe Gitano, pero la verdad es que el americano medio es, aparte de más gordo y más alto que el de las Españas, un tipo 'apañao' que tan pronto pinta su casa como repara sus electrodomésticos. Es un Bob cualquiera, que ya cambia su tejado ya va al pub de la esquina a escuchar un poco de música en directo, en chanclas, camiseta y pantalones de vestir, en pleno otoño.
Hay costumbres acá un tanto peculiares. Los desguaces no son solo lugares donde se amontonan coches viejos ni discotecas donde viejas glorias van buscando rememorar antiguos laureles, sino auténticos parques de atracciones donde las familias enteras van de ruta guiadas por una señora de mediana edad, vaqueros amplios, caídos y camiseta promocional, quien les va enseñando -literalmente- como se aplasta un coche o adónde van a parar las ruedas. Todo, por supuesto, aderezado con un perrito o hamburguesa, a elegir, más un trozo de tarta que gentilmente hizo la mujer de Antonio, un emigrante mejicano que en fechas señaladas capitanea una banda de mariachis.

Ser latino por estos lares no es un marchamo de exoticidad, porque haber, hay unos cuantos, pero es una ventaja para conocer tipos simpáticos, como Mauricio, un pintor -de pincel- brasileño trabajando en mantenimiento de la universidad de Harvard. Mauricio es casi como el Cristo de Corcovado de alto -y de ancho, sin hacerle falta extender los brazos- y durante nuestras conversaciones en la cafetería no quita ojo a mi compañera de piso, Vicky, puede que porque, como me decía: "ustedes los argentinos hablan diferente al resto de hispanos" ?¿ Es tan amplia la latinidad que, desde los tiempos de César no hay ya apenas diferencias entre sus pueblos todos.

Ser latino supone, además, soportar una doble condición, la suerte-responsabilidad de ser como Antonio Banderas. Como si de uno de los reyes del mambo fuera, durante la tradicional recogida de la manzana que mencioné en mi anterior entrada, nuestra conductora, Nancy, una mujer ya en el otoño de sus días, me sacó una foto según bajaba yo una colina, con la cara aún bañada por el esfuerzo recolector, diciéndome: "You´re so spanish, with that dark skin".

Como uno no puede renunciar a su condición, salvo que se sea Ricky Martin, decidí salir bien custodiado la noche de Halloween. Cinco mujeres policía me escoltaron toda la noche, pero, curiosamente, escapaba yo más fácilmente de su atención que ellas de la multitud de incondicionales que se declaraban culpables y pedían que les llevaran detenidos. Muchos 'hermanos' se ponían contra la pared con las manos en la espalda, a su paso, a ver si había suerte y les esposaban... Dos cosas saqué en claro de la noche de brujas americana: las americanas son calientes -las de vestir, de lana, y las otras- y los americanos son unos tipos optimistas.

A la primera de las conclusiones llegué tras observar cómo las chavalas iban con vestidos de bailarina de cabaret y escotes palabra de honor doble -mostraban el honor por detrás y por delante- en la fresca noche bostoniana. Además me sorprendió el hecho de que no vistieran deportivos blancos, porque ese parece ser el calzado preferido del americano auténtico, porque por lo que se ve combina con todo...

Que los muchachos yankis son gente confiada en sus posibilidades es un reflexión fruto de la experiencia 'incredibol' que disfrutamos en el, probablemente, bar más barato de todo Boston, que conocí gracias a mi buen amigo Paco, un mexicano afincado temporalmente en esta tierra norteña, que como buen doctor, supo darnos la medicina apropiada para nuestros males fiesteros. En este garito había personajes singulares por doquier (y no solo hablo del disfraz), como un tipo caracterizado a lo Salvador Dalí que insistía en que, en realidad, se travistió de proxeneta. Yo intenté convencerle en balde de que diciendo ir de Dalí ligaría más, pero me temo que todo su afán esa noche era ligar unas cervezas con otras....
La fauna era variopinta, incluyendo un tipo que iba de granjero Amis y que tuvo que trabajarse bastante el pelo facial de su disfraz, porque era barbilampiño. Pero los más optimistas de la noche, los que mayor entusiasmo irradiaban eran un par de chavales de, según ellos, 27 años, pero que, como dice mi novia, Isa, tenían pinta de hacerse pis en la cama todavía... Estos dos auténticos símbolos del espíritu americano de no rendirse jamás pensaron que iban a comer turrón esa noche al ver el pelotón de exuberantes policías españolas que me llevaba a prisión.

Finalmente, la invitación a acompañarles a su casa a continuar la fiesta se convirtió en su verdadera pena y yo, sin embargo, me liberé convirtiéndome por un rato en un trasunto de Maradona vestido de chocolatina. Qué verdad la del dicho 'ancha es Castilla y estrechas las castellanas', aunque lo cierto es que, candidez aparte, no se les veían muchas más virtudes a los muchachos, si no entendemos como tal tener una caja de 30 cervezas. Desde aquí quiero daros las gracias, acogedores amigos bostonianos, por una noche inolvidable de refrescados gaznates.

La noche de Halloween en EE.UU. es la pesadilla más festiva del año. Se podría decir que es la noche de los muertos bebientes. Para auténticos muertos está el cementerio de Sleepy Hollow, en Concord, en cuyos campos reposan algunos de los más destacados escritores norteamericanos como Hawthorne, Thoureau o Alcott. Tuve la oportunidad de visitarlo al final de la jornada recolectora de manzanas. Os dejo esta imagen:

PD: Siento el retraso en publicar esta nueva entrada, pero imponderables como la visita de una madre (recordad la gran canción de Prince a propósito de las madres sensuales) y mi pericia subiendo las fotos han pospuesto este momento tan esperado.

viernes, 22 de octubre de 2010

Boston, una ciudad vieja para un hombre nuevo


Son ya casi dos meses desde que llegué a esta ciudad, de las más viejas de este país joven; la primera gran ciudad que erigieron los padres fundadores, esos benditos que, escapando de un rey que los quería laminar, laminaron a unos indios a los que aún anualmente se agradece que los dieran de comer, cosas de la vida...

Suena raro a un europeo el entusiamo con el que habla el lugareño de su larga historia, aunque bien pensado, yo nunca llegaré a vivir 300 y pico años. Boston es sus Celtics, sus inumerables parques, sus ardillas que se cruzan y desaparecen a cada instante. Es Harvard y otra media docena (que yo sepa) de universidades más.

Vivo en Prospect Hill, un vecindario tipo de la periferia de la urbe, plagado de casitas unifamiliares de 3 alturas, muchas compartidas por dos propietarios: el de la planta baja y el del resto de la casa. Precisamente por este tipo de edificios, una ciudad como Boston es tan grande en extensión como Madrid y, sin embargo, tiene solo un tercio de su población. El edificio más antiguo del barrio es la torre erigida en homenaje a los primeros independentistas que alzaron la primera bandera contra los hijos de la gran Bretaña.

Puede ser cierto que acá fueran los primeros en casi todo, pues el país empezó por estos lares, pero es curioso como he escuchado varias veces la misma cantinela: hace dos semanas, recogiendo manzanas en la campiña de la ciudad de Concord, al noroeste de la capital, nuestra chófer, Nancy, una mujer con dos perros y devoción por su hermano -nos refirió cada paraje que había hollado su allegado: la casa en la que nació, el colegio en el que estudió, el campo donde entrenaba...-, señaló que los ciudadanos de esta villa fueron los primeros en plantear batalla a campo abierto a las tropas de su Majestad.

La cultura de la ciudad es tan rica que no se agota en Harvard, aunque solo en esta universidad se podría ir a varias decenas de conferencias, seminarios, coloquios, obras de teatro o presentaciones de libro al día. Sorprende la limpieza de sus calles, aunque las vías de la ciudad vieja, por mor de una alcantarillado algo vetusto, tienen de vez en cuando unos negros y malolientes invitados. Dicen que el bostoniano es el peor conductor de los Estados Unidos, pero el peor de los conductores bostonianos sería un tipo medio en las Españas y un tranquilo piloto italiano.

La gente, en términos generales, es amable y se esfuerzan por entender al extranjero que balbucea inglés con acento mesetario (mi caso), pero llama poderosamente la atención el individualismo rampante: la gente come sola, siempre con su portátil o un libro, salen de las clases y marchan solos y veloces a la biblioteca para sacar los libros de la sesión de la próxima semana. Si les preguntas te responden cordialmente, pero no parecen interesados en ir más allá.

Esto cambia, claro, en el caso de los estudiantes extranjeros, especialmente mediterráneos o latinoamericanos, que son multitud. Un tipo mejicano, de aspecto autóctono precolombino, Humberto, es paradigmático de este grupo, siempre sonriente y dispuesto de ir a 'tomar' un trago. Experto en cine y organizador de eventos fílmicos, Humberto anda terminando el doctorado, que empezó ya talludito siguiendo a su mujer, que encontró trabajo en Boston.

Los estudios doctorales acá son como otra carrera, o más bien maratón: 3-4 años de asignaturas y otros 2-3 dando clase, con asignaturas (lo estoy sufriendo en mis carnes) que exigen leer un libro y varios ensayos a la semana, amén de presentaciones en clase y trabajo final de curso. El examen final general abarca 75 libros.

La vida universitaria no tiene mucho que ver con la cotidiana de las gentes del área de la bahía de Massachusstes (sin solución de continuidad, Boston se prolonga en una serie de pequeñas ciudades, lo que en Madrid serían distritos), que disfrutan de curiosas costumbres como visitar un desguace como si de un parque de atracciones se tratara. El típico día para toda la familia que detallaré, en toda su bizarrez, la próxima semana...