Parafraseando a la divina (o pequeña diva) Verónica, la directora del ciclo de películas españolas que todos los viernes nos ofrece el Real Colegio Complutense, quien nos regala detalladas introducciones dramatizadas de los filmes, no entiendo por qué llaman fútbol acá a lo que en realidad es un rugby de casco y armadura. Bien es cierto que algo sí utilizan los pies, para patear a palos, mayormente, obviando la necesidad de tener pies para correr... que sería tanto como hablar de la importancia de las rodillas en este juego a tenor del uso que les dieron los jugadores del Harvard-Yale cuando un compañero tendido no lograba reincorporarse y hubo de recibir atención médica.
Es éste el partido del año, lo que en España sería el 'clásico', que aquí se conoce como 'The Game', y, aunque según dicen, no es que los dos equipos sean equiparables en categoría a Madrid y Barça, el espectáculo de la marea humana que baja desde el campus universitario hacia el estadio, cruzando el río Carlos, merece la pena.
Dejando a un lado detalles como las reglas del juego, la presencia de bandas de música, animadoras, o un banquillo con casi 80 jugadores por equipo ("Es por las lesiones", me comentó Mariana, mi encantadora amiga hispano-argentina) que hacían de las bandas del campo casi una calle de Nueva York en hora punta, el fútbol americano y nuestro idolatrado 'furgol' no son tan diferentes.
En ambos casos el ritual de acudir al estadio se convierte en una fiesta, en la que las familias hacen barbacoas, comen y beben antes de entrar al estadio (en España también se bebe, dentro y fuera); el resultado no es lo más importante, porque los menos entendidos van al evento movidos por otras inquietudes (recordemos la fanfarria que ideó la afición del Cádiz, homenaje al etilismo); y los asientos no son los más cómodos (el campo de Harvard es tipo anfiteatro de hormigón armado).
Como decía, no es que el partido fuera de una calidad sublime, a decir de los entendidos (porque los profanos como yo no hubieran diferenciado el balón de un melón rebozado de tierra), será quizás porque no se puede tener todo en esta vida (mens sana in corpore vago), como tampoco fue de la máxima altura gastronómica -aunque disfrutara como un enano- la comida del Día de Acción de Gracias o Thanksgiving, el último jueves del mes de noviembre, basada, como sabréis en la figura del pavo. El ave en cuestión era un buen espécimen, hermoso y con buen color, que fue cocinado magistralmente por la mujer del director de la institución que me beca (o eso, creo, pues en cuestión de dineros, Harvard es un enigma de eficiencia), el Real Colegio Complutense.
Había otros especímenes en el almuerzo, pero no eran comestibles. Uno de ellos, el profesor Girón, un fenómeno que habla varias lenguas, toca varios instrumentos y ha estudiado diversas carreras, nos deleitó con un recital de canciones melódicas im-presionante, al punto que casi llego al nirvana arrullado por su fantástica voz.
Nos juntamos veintipico españolitos o hispanófilos, en la sala de conferencias del Real Colegio, la misma que será testigo el próximo día 16 de la charla que el que esto escribe intentará dar en inglés sobre los egregios Darwin y Twain. Fue una auténtica reunión festiva a la española: comimos, bebimos, cantamos y hasta bailamos (algunos bailaron, quiero decir).
Y, además de tener la suerte de comadrear con Ángeles, una profesora de Derecho que lleva en sus venas sangre de artista (impresionante su interpretación en una fiesta previa al Thanksgiving de algunas coplas y canciones, entre otros, de Rafael de León, en una reunión española más cañí que un organillo de Lavapiés), pude charlar con Carlos Blanco, un tipo muy simpático y genial, que en un pis pas me resumió el objeto de su investigación: el mundo escatológico judeo-cristiano (del más allá en estas religiones, para entendernos).
Seguramente el nombre no os dice nada, pero, gracias a la ayuda de mi compañera de piso, la sin par Victoria, reparé en que el amigo Carlos era aquel chaval superdotado que enseñaba cosas del antiguo Egipto a Sardá en Crónicas Marcianas. También me hice una foto con Obama, que se quedó tieso de la emoción (en la foto junto a Teresa, majísima profesora en Granada)
El tiempo corre y apuro mis últimas horas en las bibliotecas harvardianas, lugares para el estudio y el sueño (los ronquidos son música de fondo, especialmente ahora, próxima ya la época de exámenes). El pasado sábado, como era el fin de semana de Acción de Gracias, solo abría una de las bibliotecas, y a primera hora de la mañana nos juntamos apenas una decena de estudiantes, entre ellos un señor ya talludito ataviado con el típico gorro ruso con orejeras y que llevaba sus dos docenas de libros (estimación 'a Ohio') en una especie de carro de la compra... Esta biblioteca, la Lamont, abre normalmente 24 horas al día de lunes a viernes, para saciar el hambre de sabiduría que hay en esta voraz universidad.
Se acerca diciembre y los estudiantes de temporada, como yo, empiezan a pensar en volver a casa. Es época de despedidas y de vislumbrar el retorno al hogar. Yo, sin embargo, cruzo esos pensamientos con otros sobre viajes en sentido contrario: mi novia, Isa, viene a primeros de mes y, entre otros sitios, iremos a las Cataratas del Niágara, ese lugar en el que Mark Twain situó el Edén que fue morada de Adán y Eva. La vida en Boston debe ser aún más agradable en compañía de la persona amada.
PD: En el post anterior hablé de Halloween, pero olvidé referirme a la tradicional procesión de niños por las casas pidiendo caramelos bajo amenaza de hacerte un truco ('Trick or Treat', dicen los chavales). Yo, que siempre he sido fan de los superhéroes, repartí golosinas a niños vestidos de Batman, Superman, Elmo (de los teleñecos)...Menos mal que a eso de las 7 de la tarde se acabaron nuestras reservas, porque el goteo de infantes era continuo y la paciencia es corta.