Isa me la jugó, en sentido amplio: de NY no volvíamos a Boston, sino que volábamos a Las Vegas, la ciudad del juego, en un viaje relámpago de dos días. El paraíso del vicio es impresionante y hace honor a su nombre. La máquinas tragaperras te reciben nada más llegar al aeropuerto y los anuncios de gachises y gachisos bailones (vedettes y boyses, para entendernos) están omnipresentes. Algunos de los casinos sorprenden por su fastuosidad (el del hotel Paris-Las Vegas, por
ejemplo, tiene una réplica exacta a escala de la Torre Eifell y caminar por su interior es como hacerlo por una calle de la capital de Francia a plena luz del día, aun siendo de noche).
Días antes nos dimos una turné por las -heladas- cataratas del Niágara, desbrozando con el coche de alquiler unos caminos con palmo y medio de nieve. No salimos demasiado a la calle, pues hacía tanto frío y estaban tan intransitables las aceras -el dinero público en este país se destina mayormente a defensa-, que Isa y yo nos vimos más de una película de la videoteca de la casa del entrañable Mike, nuestro casero ocasional. Era éste tipo un americano estoico (qué gran jugador de poker se ha perdido el mundo...o no) al que Boston le parece lo que a los contemporáneos de Cristobal Colón las Indias orientales, algo muy lejano.
Ví, al fin, un partido de los Celtics, probablemente no el mejor juego de la historia, pero que mereció la pena por el ambiente que se vive en el Garden. Ahora bien, ese ambiente tiene poco de espontáneo, salvo dos entregados aficionados que no paraban de jalear las jugadas de su equipo. Resulta que, por ejemplo, el mítico 'Di - fens', animando al equipo a defender a muerte, sale en forma de ilustración por las pantallas gigantes del estadio, en las que aparece el caballero de los Celtics con una valla (fence, en inglés).
Tuve también mi minuto de gloria en la presentación que el día 16 de diciembre impartí en el Real Colegio Complutense. Creo que fue comparable al primer discurso que dio Fidel Castro nada más triunfar la revolución: la audiencia, entregada a la sabiduría del ponente, se arrojó en brazos de Morfeo. Para ser mi primer discurso en inglés no estuvo mal, creo, aunque tuve problemas a la hora de pronunciar ciertas palabras inglesas, salvo 'incredible', claro.
Vuelvo a Madrid con hambre de trabajo y fama. Es tanta mi hambre que, hace una semana, despidiéndome ya de la gente en una cena en un restaurante chino con Isa, mi amiga Rosa y el incomparable Bill, al acabar con los postres observé, extrañado, cómo a todos los comensales menos a mí les obsequiaron con unas 'galletas de la suerte', especie de barquillos con un papelito en el que viene escrita una máxima filosófica; tras preguntar por mi galleta, caí que la había engullido unos segundos antes, sin reparar en el papel. "Tendrás que esperar a mañana para saber lo que pone", fue la sugerencia de la simpática Rosa.
Es este país, como reza el tópico, la tierra de las oportunidades. Así ha sido en el caso de Osa, un nigeriano que llegó acá hace 32 años y que tuvo una novia española. Cuando fue con ella a conocer a sus padres, a Torremolinos, se sentía como una especie de alienígena. 'Mami qué será lo que quiere el negro', cantaba el taxista africano camino de mi casa bostoniana, explicando lo exótico que resultaba a los lugareños andaluces de la época. Decía que le encantaba España, llena de 'gente loca como Jesús Gil o el que hacía de superman'. Para él, sin embargo, no hay mejor tierra que América. Como dice mi buen amigo Sergio, al que felizmente pude ver tras su vuelta de Buenos Aires, tras años sin vernos, la gente de aquí puede tener un aspecto más o menos pintoresco, ser más o menos cultos, pero tienen una gran dignidad y un gran civismo. Vuelvo a la España que tanto he echado de menos, pero no sé si me seguirán gustando los decibelios de sus bares o aquella idea según la cual lo que es de todos, lo público, no es de nadie, y no se respeta nada.