viernes, 27 de febrero de 2015

¿Guay del Paraguay?

Cuántas veces recurrimos de adolescentes, sobre todo, a la manida rima para referir que estábamos bien o que algo nos parecía fetén. Muchos años después de usar por vez primera la espontánea expresión me pregunto sobre lo acertado de la asociación de tales palabras. ¿Es guay el Paraguay?

Para el presidente de la república, un tal Horacio Cartes, presumo que será bastante guay, a juzgar por las dimensiones de su residencia oficial. Para los 80 mil habitantes (según Alfredo, español afincado acá al que conocí hace un par de semanas durante un festejo de agasajo a su mujer, embarazada de su tercer hijo, de inminente nacimiento) que pueblan la Costanera (el margen izquierdo del río que da nombre al país y baña la capital, Asunción) no creo que su país les resulte ideal, precisamente. Y es que, cuando crece el río, los villanos de este gran poblado chabolista que se conoce como el barrio de la Chacarita, acordonado por la policía día y noche, en el que se refugian los pobres delincuentes (ambos términos en un sentido amplio), suben a las plazas del microcentro para llevarles algo, por las buenas o las malas, a sus hijos, quienes pululan descalzos y mugrientos (a juego con las calles y la mayoría de edificios del centro de la ciudad) entre las sedes oficiales (¡sangrante contraste!).


Cuando llegamos a Asunción, una ciudad en medio de un bosque, hace ahora poco más de un mes, una señora nos vino a recibir a la puerta del hotel con la intención de vendernos unos pañuelos de hilo. Mal sabía ella que soy aficionado a esos pañuelos, pero no a 10 euros el par... El hotel, Las Margaritas, parecía, efectivamente, una flor en medio de un campo arrasado, decadente, de edificios desconchados y oxidados, aceras desurbanizadas y basura en cada esquina. Para colmo, pillé una diarrea y aprendí una palabra árabe, al-morrana...

Esta primera impresión, empero, ha ido cediendo a una más positiva, coincidiendo con la mudanza al apartamento en el que residimos temporalmente, en el barrio de Las Mercedes. El barrio, como dice el portero de nuestra finca, Camacho (aquí todos contestan su apellido cuando les preguntas cómo se llaman, por eso no se extrañan cuando yo les contesto: "Borja", porque por estos lares es apellido, ya sabéis, como la encantadora Lucrecia), tiene de todo, a saber: una ferretería regentada por un hombre de espeso bigote amigo de Justo González, que lleva toda la vida en el barrio (el nombre-apellido del ferretero no conseguí entenderlo, porque, acento aparte, hay gente aquí que tiende a comerse sílabas) y que parece un puesto callejero de enigmática entrada (dos verjas sucesivas oxidadas señalan el camino al mostrador, en permanente penumbra); un taller, que parece una fábrica abandonada, un videoclub, donde parecen se abandonaron los DVDs en su combadas estanterías (encontrar allí una película es misión detectivesca), varias coiffures (salones de belleza para mujeres, entre ellos, Bellísimas, que debe hacer honor a su nombre, a juicio de sus precios, como los de España), algún chino (sí, también llegaron a Paraguay, pero las apariencias engañan: son mayormente coreanos), una tienda de juguetes y material escolar para niños, varios restaurantes, farmacias (que parecen colmados, pues en ellas puedes encontrar hasta gafas de buceo) y un par de supermercados grandes. Esto, para un asunceno, sería algo así como para un madrileño vivir en la calle Preciados.
 
 

Extranjeros y autóctonos coinciden en que acá estás perdido sin un coche (aunque con uno y primerizo puedes estarlo aún más, porque la conducción aquí no tiene reglas claras, especialmente en un cruce sin semáforos, donde pasa el que mete el morro primero, no en vano en la empresa de alquiler de coches me recomendaron "conducir a la defensiva"). Los colectivos (autobuses), sin embargo, son muchos y pasan con cierta frecuencia, pese a lo que dice la gente. Aunque hay que reconocer que, en hora punta, va más gente en un autobús que sardinillas en una lata de 500 gramos. Hace una semana tuve mi primera y única (de momento) experiencia en este transporte, a 50 céntimos el viaje, disfruté del recorrido observando la tarima de madera que suela el vehículo (dicen que son antiguos camiones remozados para autobuses) e incluso pude bajarme donde quería (apenas hay paradas señalizadas, supongo que el conocimiento lo da la experiencia), pese a que me costó encontrar la cuerda de la que hay que tirar para avisar al conductor que quieres apearte. Creo que los tornos que hay a la entrada y la salida deben ser, ya no para evitar que el avispado viajero sin billete abandone el vehículo, sino para que nadie se baje en marcha sin querer, y abandone ya no el colectivo, sino el mundo, porque aquí los autobuses van siempre, todos sin excepción, con las puertas abiertas.

El paraguayo no es muy afable a bote pronto, aunque he encontrado algunos que desmienten esta teoría y de los que hablaré en el próximo capítulo. Hay que saber discriminar, porque no siempre una sonrisa es sinónimo de simpatía, sino más bien de viveza, que diría el éste sí enteramente amable y educado Leandro, dueño de la empresa de alquiler de coches, o incluso más bien, diría yo, de escasez de luces...