sábado, 30 de mayo de 2015

Paraguayizarse o morir


Poco a poco he ido haciendo mío el lema con el que titulo esta nueva entrega tan tardía. El retraso se debe a la atribulada existencia mía en este 'lindo' país (le estoy cogiendo el gusto a este adjetivo, de tanto oírlo), en otras palabras, he andado más quemado que la moto de un hippie. Adaptarse es en biología (también en general) acomodarse a las condiciones del entorno y yo soy como un camello en Siberia. Cuesta pero lo conseguiré, por muy jorobado que sea (el empeño, no el camello).
 
Manifestación en el centro de Asunción reclamando la extensión y mejora del alcantarillado

El entorno es duro para un castellano acostumbrado a la sequedad y al frío, con un calor en verano (de diciembre a marzo) y una humedad brutal que te entumece los huesos y a veces algo más... No sé si fue antes el clima o la cultura, pero la cuestión es que muchos paraguayos parece que viven derretidos, al hablar, al actuar y no sé si incluso al pensar. Lo que aquí ocurre no es el 'Me estás estresando' del anuncio en una isla caribeña, es una especie de apatía, mezclada con una trivialización de la mentira.

Claro que no todo el mundo es igual, pues ahí están Gregori, el chófer del autobús que lleva a Iria al cole, dechado de simpatía, o Leonardo (aunque nació en Argentina), ejemplo de buena educación, al que mencioné en el primer relato, o Gonzalo, alias 'Paloma', de 90 años, que muy amablemente me indicó cómo tenía que correr ("Pisando con la punta") cuando crucé frente a su casa del barrio de las Mercedes, donde vivimos al llegar, o Carlos, bonachón empleado de la embajada siempre dispuesto a ayudar. Pero hay un tipo humano que se repite y que tiene en la pachorra infinita el común denominador. Veamos algunos ejemplos describiendo algunas de las características que he observado en estos meses del homo paraguayensis, a lo Darwin en los jardines botánicos de Londres:

El paraguayo puede hacer prácticamente de todo, aunque no se le puede calificar exactamente como hombre renacentista. Me explico. Hace cosa  de dos meses decidí renovarme el carnet de conducir a través de la embajada. El meollo del asunto consistía en conseguir el certificado médico de rigor que acreditara que tengo una vista de águila. Siguiendo la recomendación de la embajada me dirigí al Centro de Salud nº4 "Bonifacio Salvio" (ando deseando conocer otro centro de salud, tiene que ser 'incredi-bol'), un edificio  semiruinoso (como casi todo el centro de la ciudad), con pegatinas escritas a rotulador en las puertas con el nombre de la especialidad y camillas viejas en vez de sillas en las que el lugareño espera pacientemente su turno y donde es imposible diferenciar a las enfermeras de las pacientes que conversan con ellas. Pues bien, cuatro intentos necesité para conseguir un certificado LEGAL.

Las dos primeras "el doctor no se encontraba", pero el saber cuándo dar con él es labor demiúrgica, porque no hay teléfono. La tercera tampoco lo hallé, pero me salió la furia española (aunque pintoresco, viajar en colectivo no es algo que a uno le apetezca hacer más de una vez al día) y me atendió el director del centro. La revisión médica fue de antología: "¿Ve usted bien de lejos? ¿Y de cerca?" Eran preguntas abstractas, claro, porque ningún cartel con letras de diferentes tamaños se veía por ningún lado. Fui tan certero en mis respuestas que en el certificado ponía que tenía la agudeza visual de un catalejo, un 100% de atención y un 'aprovado' (transcribo literal) en la prueba de inteligencia. Por apenas 18 mil guaraníes (unos tres euros y medio). Y todo sin levantarme de la silla ni escribir una palabra. Una máquina.

Como unas pascuas me fui yo al Ministerio de Salud, donde tenían que legalizar el certificado, cuando al llegar a la ventanilla del Departamento de Registro de profesionales de salud, me dice el tipo: "No le puedo autenticar el documento porque el que firma no es médico"... Me volví al Centro de salud hecho un brazo de mar Cantábrico en plena galerna. Pregunto por el Sr. Director, le echo en cara lo ocurrido y me dice parsimoniosamente: "No hay drama", expresión muy de estas tierras, ya voy entendiendo el porqué... Y efectivamente, más parecía una comedia, porque trajo un documento en blanco con la firma de un médico (eso me aseguró ante mi estupor) y, como los niños hacíamos caligrafía hace muchos años, el Sr. Hernán rellenó el nuevo documento y, de nuevo, 'aprové' el test de inteligencia.

El paraguayo es cumplidor, aunque a veces le lleve un tiempo. Esto se puede afirmar de la empresa de Internet y televisión por cable, Tigo, quienes al instalarnos el decodificador nos trajeron el mando de otro modelo de decodificador. Debe ser política de empresa, porque a una compañera de Isa le pasó lo mismo, pero al revés, pues le llevaron nuestro modelo de mando, pero otro decodificador... Felizmente, fueron muy amables y dejaron que fuera yo el que me acercara a sus oficinas tres veces (las dos primeras me las cambiaron por el mismo modelo de mando, hasta que decidieron enviarme a un técnico que me dijo... que tenía que volver a la tienda a por otro mando). Lo mismo se puede decir de la eléctrica, ANDE, que al irse la luz el domingo pasado, dijeron que lo arreglarían (pero no dijeron cuándo), y 10 horas después el problema estaba solucionado, lo cual no está mal, pues parece ser que cayó un rayo en el transformador de nuestro área (menudas tormentas hay por estos lares, que si viviera Noé estaría preocupado de que no le alcanzara con el Arca). Esta cualidad no se puede predicar de todos los fontaneros ('plomeros', en lenguaje local), porque el primero que iba a venir nos tuvo en vilo tres semanas y al final nunca vino. Los electricistas son más majos, aunque también les gusta volver varias veces para comprobar si el trabajo está bien hecho o no.

El paraguayo es fiel a sí mismo, por eso nunca se autoengaña, pero alguna vez engaña al prójimo, aunque lo haga naturalmente, como si no hubiera ánimo defraudatorio. De este modo se dan casos curiosos, como cuando mi mujer le preguntó a una compañera de su trabajo, quien le recomendó a una agente inmobiliaria, si le había pasado algo a su amiga, pues no contestaba a nuestros correos; la compañera le contestó que su amiga le dijo que ya habíamos encontrado casa (¿en sueños, quizás?), o como cuando otra de una inmobiliaria casi arruina nuestro alquiler de la casita que tras dos meses de ardua búsqueda al fin encontramos, diciéndole a nuestra casera que nos íbamos del país, por no decirle que nos negamos a la subida anual que la tipa nos metía en el contrato sin conocimiento (eso dice) de la dueña. Como podéis observar, las agentes inmobiliarias son el arquetipo de homo paraguayensis, excepto en que no parecen saber hacer de nada más que de agentes inmobiliarias, que tampoco saben hacerlo...
 
También es muy habitual que escribas correos electrónicos sin recibir nunca respuesta (que se lo digan a mi mujer, que tiene que escribir y llamar veinte veces a sus homólogas para confirmar una asistencia a un acto del jefe), debe ser que resulta un medio de comunicación muy impersonal, por eso me planté yo en el despacho del director de recursos humanos de una universidad llevando mi currículo: increíblemente, al mes me llamaron para una entrevista y, tras la cita, me llamaron diciéndome que querían hacerme una oferta, pero que les dijera cuánto quería cobrar. Les indiqué mi tarifa y, mes y medio después, ando esperando su respuesta. Hace cuatro días escribí a mi entrevistador a ver si sabía algo, aunque aún es pronto para que me responda... si lo hace alguna vez.
 
Policía de tráfico paraguayo, conocidos como 'zorros' (será por su astucia)
 
No todo en Paraguay es tan diferente como parece, pues el tráfico es caótico, como en Madrid en hora punta, aunque aquí la hora pico, como le dicen, es a cualquier hora; las calles tienen muchos más socavones (en alguno creo que vieron al monstruo del lago Ness hace algún tiempo); los policías de tráfico llevan tirantes; algunos coches van más cargados de lo normal; el cinturón de seguridad no está de moda (así como las sillas para niños pequeños); está prohibido que el copiloto lleve casco en las motos o eso parece al ver esa especie de vespinos del pleistoceno en las que, de media, viaja un tipo con sus dos hermanos pequeños agarrados a su camiseta por toda medida de seguridad; y hay transportes de lo más pintoresco, entre ellos el motocarro, el carro tirado por caballos y... el colectivo.

Ya hablé en el relato anterior de los autobuses, pero en mis últimos viajes he podido apreciar lo variado de su tipos y lo singular de sus conductores. Los hay de todos los colores y formas; tipo camión, con gran morro delantero y tubo de escape vertical, tipo camioneta, con tubo de escape inferior (pero que muy inferior) o autobús normal (dentro de lo que cabe). El que 'maneja' el colectivo suele ser un buen creyente: lleva la frontal adornada con pegatinas del tipo 'Jesús me ama' y hace del autocar su hogar, por eso hasta forra la caja de cambios con una funda de ganchillo que presumo le hace su madre. Además los colectivos paraguayos tienen servicio de catering: muchachos jóvenes que se suben con neveras llenas de 'gaseosas' -refrescos- y bandejas de frutas y que, como auténticos equilibristas  circenses, son capaces de servirte la Coca-Cola y cobrarte mientras resisten a la ley de la gravedad, a los frenazos y a los continuos vaivenes.  
 
Autobús asunceno, diseño interior.

Con todo, creo que esa especie de apatía es un modo de defensa ante la realidad que les ha tocado vivir. Un mundo en el que unos pocos lo tienen todo, contraste mucho más acusado si cabe que en España, y que, en su ceguera voluntaria no se dan cuenta (o no les importa, lo cual es más grave) que la miseria material de su gente es el reverso de su propia miseria moral, y de que tan malo es ser pobre de plata como pobre de espíritu (y no hablo en sentido bíblico, precisamente). El otro día, el electromecánico que vino a arreglarnos la puerta del garaje me contaba, con una media sonrisa, cómo uno de los señores (en sentido feudal, más que literal) para los que trabaja le contaba entre risas cómo se fue a Argentina con dos amigos a ponerse hasta las trancas de comer y beber un fin de semana porque en la empresa estatal en la que está como consejero le dijeron que no había justificado viaje alguno al país vecino, en el que teóricamente debía desarrollar una labor de consultoría de cooperación. Es la tragicomedia latinoamericana, poblada por coroneles Buendías que no quieren saber nada de sus hijos. Lo que a nuestros ojos europeos resulta inverosímil, acá se convierte en normal. La vida aquí (quizás como en todas partes) es un sueño.