domingo, 29 de agosto de 2021

El caminante crepuscular

La mayoría de los peregrinos jacobeos, especialmente en verano, son caminantes matutinos. Obvio, se dirá, pues la fresca hace más llevadera la caminata. Los motivos de esta premura, sin  embargo, pueden buscarse en el aforismo que cataloga al que amanece temprano como predilecto de la divinidad, “al que madruga Dios le ayuda”, o quizás, de manera involuntaria, como una metáfora que hace del caminante un ser que resurge de sus cenizas, una nueva persona que protagoniza un nuevo amanecer.


Yo, por mi parte, nunca fui de madrugar. Más de la mitad de mis años universitarios (casi una decena) los disfruté de tarde. Me motiva más el atardecer, con sus tonos rojizos y anaranjados, su luz apagada y su anuncio del final del día o de los días (“this is the end”, cantaba Morrison). Encuentro más interés en el crepúsculo, el ocaso, el fin o la derrota, que en el inicio, el nacimiento o la victoria. No fui consciente de esta actitud hasta bien mayorcito. Quizás por eso sea tardíamente del Atleti. Quizás por eso decidí hacer una única jornada a Santiago por la tarde.

Creo que, pese a mi pereza, los dioses me aman -y ya no moriré (muy) joven, pese a la certeza de Menandro-, pues hay algo de providencial en el hecho de hacer solo una jornada en vez de las 3 que tenía previstas para 100 kilómetros. Un advertencia de la familia sobre las escasez de plazas en albergues y unas cuantas llamadas confirmando esta circunstancia, sumadas a mis molestias en la planta del pie derecho, me disuadieron de mi idea inicial. Pienso que, como dice mi mujer, de haber seguido el plan, quizás hubiera hecho bueno el dicho del autor griego, pues llegué a la capital gallega como si hubiera cruzado el desierto del Sáhara, como el Rambo del late night show de los 90, sin sentir las piernas.

Más allá de la fe religiosa (o ausencia de la misma) el camino es la tan manida expresión de encuentro con uno mismo, especialmente cuando se recorre en solitario. Es dar gracias por las magnificencia de la naturaleza que tenemos, el poder ver a una familia de patos cruzando el camino o unas vacas viéndote pasar en la umbría de un bosque, poder respirar la menta y el eucalipto del bosque gallego, hasta el estiércol del campo cultivado -que precede al barbecho, también espiritual- oír los ruidos del campo -incluso cuando uno piensa que un jabalí le acecha 😊-, es pensar, primero, que no llegas a la hora prevista para hacer el check in en la pensión,  después, que puede que no llegues porque los pies te están matando y finalmente venirte arriba con un “¡Aúpa, Borja!”.

                       

El camino es también el encuentro con los otros, espejo de la bondad que llevamos dentro. Saber que otros hollaron antes la misma tierra, acrecentando algún altar improvisado. A diferencia de cuando hice el camino francés con Sergio hace 15 años -la mitad de los que tenía en aquel entonces- el Camino mozárabe o Vía de la plata resultó ser un desierto de peregrinos. Al menos, que yo viera, pues puede ser que los colegas fueran más madrugadores. Solo encontré dos chicos bien equipados con sus bastones de senderismo descansando en la fuente de los carballiños, al comienzo de mi etapa, apenas una hora y media después de emprendida la marcha, a la una y media de la tarde. Apenas cruzamos un saludo de buenos deseos, pues yo, por aquel entonces, marchaba como un expreso, un Juanito Mühlegg de secano.  Mi resistencia empezó a flaquear pasados los 20 km de caminata, tras cerca de mil metros cuesta arriba a pleno sol y un encuentro inesperado bajo un túnel abovedado en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme con una locuaz matriarca gallega.


Celia Gloria Selvoso Ferreiro. Así se llama la dicharachera mujer en mandilón y zapatillas de estar en casa que volvía de pasear a las 5 y media de la tarde bajo un sol que refulgía casi tanto como su historia. Apareció esta dama del follaje autóctono que circunda el camino; tres veces tuve que preguntarle por su selvático primer apellido y empezó su charla sin ambages: “Este año apenas han pasado peregrinos por aquí, que estamos tan solos, sin nadie con quien hablar”. Ahí aparecí yo, su oasis de compañía en tan desértico verano. Los más de 15 minutos que siguieron fueron un repaso a la ecléctica vida de Doña Celia Gloria, quien, a sus casi 74 años echa mucho de menos a sus dos hijos y a sus nietos que “quedaron en Suiza”, donde sirvió durante 14 años “para los judíos”. No hablamos del Mossad, sino de la sinagoga de Ginebra, donde ejercía de limpiadora. La Sra. Selvoso, prima hermana de la madre del baloncestista Fernando Romay, ejerció también durante años sirviendo en la casa madrileña de los Armada -lo que me llevó a pensar en la posibilidad de un golpe inminente, pero de calor- y anda ahora trabajando en su huerta, sola con su marido, quien deduzco no la escucha demasiado. El encuentro resultó ser un monólogo, pues mis tímidos intentos de decir algo parecían susurros al viento en plena mascletá valenciana.

Medio deshidratado por la excesiva confianza en mis posibilidades y la escasez de avituallamientos en la Vía de la plata, en la que los bares son más raros que el oro, crucé la N-525 tentando la suerte del zorrillo que cruza la carretera. Fue un milagro, pues pasándome el mojón que me indicaba el camino  topeme con el Bar Rosendo de Carmiña, que me colmó de manos y flechas de juguete para mi hija, auténtico merchandising jacobeo. Precisamente reparé en esta cuestión en el trascurso de mi caminata. El camino tiene muchas caras y una de ellas es el comercial, como vía de ocio en la que muchos/as/es excursionistas cumplen religiosamente -o no- los 100 km que dan derecho a la Compostela y que conlleva toda un industria aledaña de transporte de mochilas, asistencia en ruta y, como no, alojamientos en el camino.

                         

El precio en estos es a veces desorbitado, a partir de 15 euros en cuartos colectivos con literas y desde 40 euros en habitaciones individuales de categoría de pensión de trote. En Santiago es, directamente, una locura, hostales de mala muerte desde 50 euros la noche (en mi caso, 18, auténtica ganga, una habitación en un piso a las afueras tipo Cuéntame y ducha con regulación acuática difícil de domeñar, por así decirlo). La posible falta de plazas en los albergues tradicionales -que no cobran más de 10 euros por una litera, lejos ya de los 3 (o incluso la voluntad) de hace 15 años cuando mi primera experiencia en el camino- fue la que me decidió por afrontar una única etapa, como comentaba antes. De hecho, en el albergue de Outeiro, con un aforo normal de 32 plazas, solo tienen ahora 10, por causa de la pandemia; con todo, cuando pasé hubiera tenido suerte, pues quedaban dos vacantes, según me apuntó Mario, un simpático vasco de Galdácano con reserva al día siguiente en el seminario compostelano.

Respeto esas otras formas de afrontar el camino, que no requiere del objetivo cristiano para realizarlo, pero sí creo que en su naturaleza única está el encuentro consigo mismo, la búsqueda del momento espiritual de contacto con la naturaleza y, en este afán, a mí me ayudó la soledad de mi viaje y ajustado presupuesto -comida y cena, 3,50 euros, agua 2,40 euros, esto parece un anuncio de Mastercard-.

Hecho este inciso financiero, seguiré mi crónica deambulatoria recordando cómo las flechas con las que me obsequió Carmiña no hicieron más directa mi llegada a la capital gallega. Esos 9,5 kilómetros finales, sucesión de toboganes, se me hicieron muy cuesta arriba -y abajo-. Tan cerca me veía, tan lejos sentían la meta mis piernas, al punto que una patrulla de protección civil preguntó por mi camino al verme sentado contemplando el horizonte al lado de un mojón de la ruta. La ampolla me abandonó en ese trecho y no la eché nada de menos, pese al dolor inicial por su pérdida. Cara al sol afronté el último tramo del camino y comencé a sufrir, viendo cómo Santiago se vislumbraba a lo lejos, tras las colinas, pero yo apenas avanzaba por una sucesión de andurriales asfaltados paralelos entre sí, cual meandros de un río de estuario cercano. El sol se ponía, mis piernas se adormecían y, finalmente, tras una larga subida arenosa por un bosque de árboles de espeso ramaje, llegué a las vías del tren en Angrois. Recé unos segundos por los fallecidos, ante el improvisado altar de recuerdos, y afronté anocheciendo la subida final al corazón de Compostela.


A las 10 de la noche entré en la plaza, escasa de gente (salieron todos la mañana siguiente, abarrotándola) y ayuna de peregrinos, pareciendo, imagino, un valiente que inició, al menos, su trayecto en Roncesvalles. Lo que quedaba de mí entonces era un tipo sostenido por dos patas de palo, más tieso que el báculo del Apóstol, feliz porque la cama me esperaba a apenas dos kilómetros más, junto a la universidad santiaguesa. Cuando el sentimiento reconforta, no es tan largo el camino entre la fe y la razón.


Tras una noche completamente en vela, fruto no de la oración, sino del dolor muscular, que me ayudó a reflexionar sobre las lecciones vividas en mi jornada, como los inesperados fogonazos de alegría o la importancia de no desesperarse, un paraguayo (fruta), dos ciruelas y un yogur por toda cena, amanecí al alba con renovado ímpetu -y piernas de trapo- azuzado por las risotadas que dos de mis compañeras de piso soltaban ante las ocurrencias del tipo que deduzco acogieron en nuestra común morada y del que me despedí con una leve inclinación de cabeza y sutil levantamiento de mano al pasar por el salón, cuando él vagaba en el sofá entre la vigilia y el sueño, puede que imaginando su final carcajada triunfal ante sus anfitrionas.

Acudí -raro en mí, hombre vespertino- a la primera misa de la mañana del peregrino, que dio providencialmente respuesta a algunas de mis tribulaciones. Las lecturas giraban en torno al amor al prójimo como mandamiento principal casi al nivel del amor a Dios. Para el no creyente cristiano Dios puede ser la naturaleza, ese universo infinito y magnífico que nos rodea, del que formamos parte y del que somos hijos. Amarlo es amarnos a nosotros mismos. Cuando Ruth, la moabita, le dijo a su suegra que le acompañaba a su tierra natal hacía un acto supremo -inalcanzable para muchos- de altruismo, de ponerse en el lugar del otro, de quererle más que a uno mismo. Pedí por la mayor felicidad posible de todos, aunque digan que vivimos en el mejor de los mundos posibles…

Abandoné la atestada plaza del Obradoiro tras mi solitario camino a contracorriente de las oleadas de peregrino que empuñaban las banderas que anuncian sus lugares de origen y puse rumbo a casa en un tren lleno de adolescentes que recordaban su festiva aventura de peregrinos. Crucé el Miño por el puente del Milenio apenas 24 horas después de haberlo atravesado por el romano. Cauces paralelos, aparentemente tan distintos. Lo antiguo y lo moderno. La historia cíclica. Aunque pongamos la vista en el horizonte, el sol que saldrá mañana es objetivamente el mismo que el de ayer, aunque no para nuestros ojos. Las veces que volvemos sobre nuestros pasos, aun sin danos cuenta. Aprovechar el momento. Tempus fugit. Volveré.


martes, 4 de mayo de 2021

Madrileñeando

No es este un análisis programático, sino un perfil de cada partido en base a su publicidad electoral y las medidas que más me han sorprendido, por heterodoxas, de su programa, no una reflexión sistemática sobre sus propuestas, pues, al fin y al cabo, las palabras se las lleva el viento; ni sobre la coherencia de sus candidatos (es complicado comparar cuando algunos gobernaron y otros no) ni sobre su discurso (oscilaciones incluidas) a lo largo de toda la campaña. Son unas pinceladas en base a las fotos de carteles, al mensaje de las cartas publicitarias y, muy someramente, las impresiones personales sobre el candidato, reflexiones terminadas de escribir cuando se acababan de cerrar los colegios electorales.

 

Más Madrid. Candidata de mastodóntica sonrisa, amante de la aliteración (médica, madre, su partido…). Sus carteles no sé si son del todo acertados, pues no sabe uno si se está poniendo o quitando la mascarilla, mal asunto una médica animando a la rebeldía. Y vago eslogan: “Lo que de verdad importa”… ¿votar? Carta publicitaria escueta, descriptiva del evento y los antecedentes (durante este año hemos pasado miedo…), centrada en la salud, como no podía ser de otra manera (ella es del gremio) y apostando por un Madrid health friendly. Se agradece no encontrarse  la duplicación de género por doquier.

Entre las medidas de su programa que me chirrían es la del derecho al tiempo: realizar “una propuesta de políticas públicas para corregir la desigualdad de género en usos del tiempo”. Yo debo ser una antigualla, porque no lo entiendo. Busco entonces en la red todopoderosa y me encuentro con unas declaraciones de la candidata sobre "ayudas para salir adelante y tiempo para conciliar porque el derecho a conquistar en el siglo XXI es el del tiempo". Ahhh, se trata de la conciliación. Exijo entonces mi derecho absoluto al tiempo, una vez tenga un trabajo fijo. Y exijo ahora mi derecho relativo, como autónomo, que mi mujer dispone de algo más de tiempo que yo.

Las sensaciones son de un programa bastante razonable, el hecho de que su marido gane bien no tiene por qué restarle credibilidad, pero apostaría a que gobernaría con mi ídolo, Pablo Iglesias, amén de que su cerrazón con cerrar el hospital Zendal sin darle un uso viable (al fin y al cabo, ya está construido) me parece un tanto cerril.

Ciudadanos. Candidato de ensortijadísimo y recio cabello (¡maldito!),  a falta de una letra para ser un dios babilonio, algo a tener muy en cuenta. En su cartel destaca el slogan “Vota Edmundo. Elige Centro”. Sin saber bien qué es el centro, el nombre de Edmundo me gusta, me lo imagino declamando el “¡ay mísero de mí, ay infelice!”. La carta expone 6 razones para votarle, concreta, eso le honra y destaca de sí mismo ser honrado (más aire aún a Calderón). Edmundo se pone acá el traje de Segismundo cuando lanza la pregunta: “¿Sabías que Cs está a 10 mil votos de evitar que los extremos decidan el futuro de Madrid?”. ¿Qué delito cometió Cs languideciendo?, le falta decir.

Su programa es más sintético que el de Más Madrid y lo que más extraño me ha resultado es eso de optimizar “el transporte de “última milla”” con el objetivo “reducir la huella medioambiental de esta actividad”. Lo de la última milla se conoce también como “distribución capilar”, expresión que no me gusta nada, especialmente si pienso en el mencionado cabello del candidato (¡suertudo!), la última posta hasta que el producto llega a casa. No sé si buscando ese objetivo medioambiental obligarían a hacer la última milla en bicicleta, pero se me antoja complicado llevar ciertas cosas en bici. ¿Moto eléctrica? No sé, pero si seguimos comprando tanto a Amazon cerrarán todas las tiendas del barrio.

Lo de la moderación y hacer propuestas más concretas me gusta, la pregunta es si mi voto serviría de algo o caería en el limbo. Pero pienso en Jenofonte y recuerdo con orgullo a esos 10 mil valientes griegos…

Podemos (Yes we can, en inglés). Paul Churches (siguiendo en la lengua de Shakespeare) no aparece en el cartel, pude que porque el “Vuelve” con un primer plano de la coleta y el puño en alto no tuviera la acogida deseada. Los carteles traen un fondo de banderines de colores colgando entre balcones. No sé si será una metáfora de que la política es una verbena, pero no creo, por la solemnidad del eslogan: “Que hable la mayoría”. Su carta  se divide en dos partes, la mitad izquierda, tipo cómic, parece un remedo de “13, Rue del Percebe”, con el meritado eslogan dibujado con ropa colgante y banderines. La derecha, el texto contundente, el de nosotros y ellos, el “no somos como ellos” (¿quiénes exactamente?), apenas concretando en la gestión irresponsable de Ayuso. Parece que “ellos” tienen las televisiones (¿y ellas?), pues solo se les escucha a “ellos” (oye, como dirían Martes y 13). Yo veo la TV y les escucho a todos.. en unas más a unos y en otras, a otros. “Somos más”, concluye, pero eso ya se sabrá el día de las elecciones, ¿no?

El programa de Podemos es largo, ya lo dice en su subtítulo, 647 propuestas para un “Madrid con futuro”. Yo no sé si tengo futuro, pero no tanto tiempo como para leérmelas todas, no las he contado, pero en el apartado “Feminismos” (parece que habla de las vanguardias artísticas) me ha llamado la atención el uso político del lenguaje cuando afirman  que acabarán con “las esterilizaciones forzosas y con los abortos  forzosos para mujeres con diversidad funcional”.  Lo de diversidad funcional para no molestar a personas con algún tipo de discapacidad me parece esperpéntico, pues es innecesario hablar siempre con eufemismos. Ya se cambió lo de minusválido, que entiendo que por su literalidad pudiera sonar a desvalorizar a la persona, pero es que, en el aspecto físico, como en el psíquico, hay gente con capacidad estándar y otros que se salen de la norma (por arriba o por abajo, la disquisición filosófica sobre la relatividad de las cosas la dejo para otro día); a mí no me molesta que me llamen parado o desempleado si no tengo trabajo, me parecería estrafalario que me calificaran como persona con empleabilidad suspendida, por ejemplo. Si uno lee la definición de discapacidad de la RAE no es peyorativa, solo descriptiva. Igualmente, cuatro propuestas más arriba se habla de familias monomarentales, un neologismo para reflejar lo que ya sabemos, que se puede ser una madre sola, pero, de momento, hasta que no se cambie el diccionario (¡vivan las almóndigas!), la palabra que define estas situaciones es monoparental. Y estos lumbreras del idioma deberían saber, además, que parental (¡machista palabra!) no viene de padre (del latín pater), sino de pariente (del latín, parens), el que pare (¿y quién pare?) o el que tiene una relación de familia, no el que dice paridas…

Después de este largo exordio creo que queda claro que no votaría a Podemos, que en su origen pudo haber sido un proyecto bienintencionado, pero con gente que se fija tanto en estas chorradas y tan poco en lo mollar, para mí, está acabado. El hecho de que su candidato fuera amenazado no me da tanta pena como para votarle.

Partido Popular. El cartel electoral presenta a una presidenta-candidata con look de motera, chupa de cuero sobre camiseta blanca, labios carmesíes y sombra de ojos bien marcada, con sonrisa medida. Quizás sea un guiño a la gente más joven, que pueda resultar menos fan de la política. El eslogan, idéntico que el de la carta, de una sola palabra: “Libertad”. Se entiende, digo yo, libertad de horarios, libertad de empresa, principalmente, pues aunque somos esclavos del capital queramos o no (y de nuestras pasiones, que decía el poeta), oprimidos a lo Escocia de un Braveheart tampoco estamos. No me gusta el eslogan por simplificador, y menos mal que quitaron el dicotómico “comunismo o libertad”, un punto demagógico. Me gustaría ser más libre aún de lo que promete Díaz Ayuso, pero mi libertad empieza donde acaba la del otro.

Respecto al programa, me sorprendió por pintoresca la medida de reivindicar “el Teatro del Siglo de Oro español a través de programas que pongan en valor la dramaturgia clásica española y la abran a todos los públicos, que se desarrollarán en la Casa Museo Lope de Vega, en el Museo Casa Natal de Cervantes y en los Teatros del Canal”, además de incluir en el festival Teatralia adaptaciones de clásicos para el público infantil y juvenil. Ya sé que esta es una medida accesoria, pero como amante de nuestro teatro áureo, de una belleza estilística y hondura de temas sin igual, me parece interesante la iniciativa, pues progreso no supone necesariamente olvidar nuestro pasado, cuando, especialmente, tiene tanto que enseñarnos.

 

Pienso que la actual presidenta ha tenido más aciertos que errores y, aunque no me convencía la constante reivindicación y queja con el gobierno central, pienso que ha tenido, a diferencia de este, un norte claro desde el principio de la crisis y los resultados, aun con todos los contagios, pienso que han sido mejores que en otras muchas comunidades, si se analizan los datos fríamente, comparando salud y economía.

 

Partido socialista. El cartel no lo veo muy acertado comunicativamente. El eslogan de “Gobernar en serio” parece apuntar a que lo gestionado hasta ahora fue de broma. Al verlo pensé si lo dirían… ¿en serio? La foto del candidato, con los ojos medio vidriosos (gafas aparte), intento fallido por sonreír trasladan una imagen a medio camino entre la súplica y el sufrimiento. Más que un propósito serio, uno desesperado. La carta concreta puntos del programa, lo cual está bien, para dar una idea de para qué se pide el voto y apela a la moderación ya desde el arranque y sigue hasta el cierre, junto con el cliché de la alternativa progresista (con todo lo que eso significa, cajón de sastre en el que cabe todo, lo verde, lo feminista…, como dice). El eslogan de la carta no me trasmite gran cosa… “Hazlo por Madrid”. ¿Es un bien para Madrid votarle? ¿Y para mí?

 

Según la cantidad, se diría que el programa del PSOE es la mitad de ambicioso que el de Podemos, pues habla de “solo” 350 medidas. Pero a veces, poco es mucho. Con un candidato tan soso y un programa tan serio, me resultó difícil encontrar algo que me llamara la atención, pero lo que más me gustó, por ser algo que llevo años pensando es lo de “poner en marcha una red de  puntos de venta directa entre  agricultores y ganaderos y los  consumidores de la Comunidad de Madrid”. Imagino que esto habría de concretarse con infraestructuras y servicios adecuados, pero me parece una fantástica idea para que el pobre agricultor se lleve algo más del tomate que disfrutamos, y no un décima parte de lo que gana el intermediario que se limita a transportarlo y conservarlo, pero que no se enfrenta cada mañana con la tierra que el agricultor cultiva con el sudor de su frente.

 

Al principio de la campaña diría que era el candidato por el que tenía más simpatía, un tipo moderado, educado, cultivado (el Sr. “ado”), pero según avanzaba fue dando bandazos, en el debate le lanzó un SOS a Podemos y el 2 de mayo declaró a su parroquia que “vuestro voto vale lo mismo que el de ellos”, otra vez las dos Españas, una vela a Dios y otra al diablo…

 

Vox. El cartel de Vox tiene ecos mesiánicos. La candidata, Rocío Monasterio sale acompañada del líder Abascal mirando a lo que uno supone que es bien un nuevo amanecer, bien una aparición sobrenatural (mariana, quizás…), a juzgar por la iluminación de sus rostros, con un eslogan que apela a la seguridad (la famoso polémica de los menas): “Protege Madrid. Vota seguro”. La inseguridad es un sentimiento derivado del temor, que nunca falla. Ella sala bastante natural, satisfecha, pero él sale anonadado, como si estuviera viendo un poltergeist. En la carta, la misma foto y una apelación clara desde el sobre mismo (la bandera de España), y el encabezamiento (“Compatriota”), una enumeración clara de puntos programáticos a acometer (me encanta el de reducir del número de diputados de la Asamblea, menos bocas que alimentar de la mamandurria) y el cierre apelando a evitar que los otros, “la izquierda sectaria”, llegue al poder.

 

Su programa es más sintético aún que el del PSOE (debieron pensar aquello de que lo breve es el doble mejor), apenas 100 medidas, las de carácter urgente. La medida que me ha resultado más pintoresca, por su compleja aplicación es la de que “los españoles que cumplan 20 años de servicio en el ejército tendrán prioridad en las oposiciones a cuerpos de policía, municipales, forestales, funcionarios  penitenciarios…etcétera”. Más allá de cómo se concretará el término prioridad, me preocupa el etcétera, pues, mereciéndome todo el respeto los militares, no veo justo que tengan prioridad para el acceso a un cargo público. Para motivar a la gente a apuntarse al ejército entiendo sería más cabal subir sus salarios y beneficios sociales.

 

La candidata estuvo muy solvente en el único debate televisado, pero un tanto impertinente y sobrada en el de la radio (que no fascista, palabra que vale para todo en boca de algunos), habla con franqueza, pero apela también a ese frentismo que decíamos antes.

 

 

 

 

 


sábado, 1 de mayo de 2021

Letonia no es Laponia

 

Escribo estas líneas dos semanas después de vuelto a la soleada España tras pasar la Semana Santa en la fría y muchas veces nublada Letonia, donde trabaja mi mujer. Si algo me ha sorprendido es la grandeza arquitectónica de una país pequeño. Las calles del centro y aledaños están trufadas de espléndidos edificios modernistas (o Art Nouveau) con relieves bajos y altos, esculturas que salen de las fachadas con figuras humanas, vegetales, bloques de viviendas de distintos colores y tonalidades.

Poco más puedo apuntar del báltico país más allá de un primer encuentro con el mar que le califica, pues nuestro invitado perenne, Sr. coronavirus, ha hecho de este país un lugar de espacios cerrados donde apenas abren los supermercados y algunos restaurantes para comida a domicilio. Y yo que pensaba que estábamos mal en España… Pero vuelvo a ese mar oscuro, como una laguna negra soriana inmensa, quieto, una bañera inmensa que apenas cubre las orillas de agua, cuajada de aves marinas y playas anchas de blanca arena, como Jurmala, ciudad de veraneo de la capital, Riga, por donde paseamos un extrañamente soleado domingo de 15 grados.

                                                      Junto a Santa Gertrudis, el templo del milagro.

Los días pasaron en bucle de ramos a pascuas, pero, entremedias, entre paseos en busca de flores (y no es una metáfora) cuyos puestos trufan las aceras, crucé caminos con varios especímenes que parecían habitar otra dimensión, la del trance etílico. Muchos pensarán que ya conocen dicho estado, pero no es el mismo. Estas eran personas que no hacían eses, como un borracho cualquiera, sino que parecían estar bailando un tango con ellos mismos, dos pasos y pausa, mirada al cielo, y vuelta a empezar, tipos en chanclas y pantalón corto aprovechando que había algún grado positivo, mirando al horizonte, hombres de honor, en su embriaguez, pero, el más increíble, el más legendario de todos fue un tipo, diría que bastante joven, de impecable camisa, cuya singularidad detectó mi hija nada más aparcado el coche, saliendo del garaje. Solo por ver a mi mujer el viaje mereció la pena, pero ver la secuencia épica de este héroe báquico, de este Segismundo en la acera fue casi místico.

Este letón parecía un filósofo presocrático reflexionando sesudamente sobre la naturaleza, a tenor del interés con el que miraba el seto que rodea la bonita iglesia luterana de Santa Gertrudis, de ladrillo marrón anaranjado. Yo pensé que andaba escogiendo el punto ideal para la micción, pero la realidad es que no, andaba buscando su propio acomodo, pues, segundos después, cayó de bruces sobre el seto, inmóvil, como cae una estatua de Colón derribada por un cafre siguiendo la última moda. Me acerqué, creyéndolo muerto… y entonces sobrevino el hecho cuasi mágico, sobrenatural diría yo, de su reincorporación, como si de un rebobinado se tratara, impulsado por una extraordinaria fuerza dionisíaca (los brazos seguían tiesos, paralelos a su cuerpo), resucitando de entre el decorativo arbusto, tras 3 minutos inmóvil, cual rumiante pastando en un hierbal sin mover la boca. Recuperada la vertical, cruzada la calle como una exhalación, tieso como una estaca, volvió a montar guardia en la vinoteca de donde dedujimos procedía, a la vuelta de la esquina, como si esperara su momento para reiniciar su círculo vicioso. Lo confieso, como alimañas, mi mujer, mi hija y yo rodeamos el edificio para ver adónde iban a parar los huesos del más grande prestidigitador que haya visto nunca, la entereza hecha carne macerada en alcohol. A él, ídolo de nombre desconocido, va dirigido este poema:

Apuró enhiesto hasta el último sarmiento.

Desaparecieron cepa, vidrio y uva,

hasta el tapón voló y, como una cuba,

abandonó el letón la vinoteca.

Enfiló hacia a la Iglesia de Gertrudis

a purgar su gula, en busca de alimento

espiritual, pero, guardando el templo

encontró un seto.

Se lo quedó mirando.

Imaginose extremo de un embudo

al que caían litros

del eucarístico elemento.

Y de tanto mirar se creyó seto.

Dejose caer en el futuro arbusto,

mero esqueleto.

Y con sus huesos cayó

como cae un alto árbol,

mirando al horizonte desde su parapeto.

Quedó el letón tendido,

hecho seto,

Excalibur en la roca,

pero, al cabo, resucitó.

Salió del armazón arbóreo

como rebobinado;

se estiró como un ciprés,

mirando al cielo cruzó el pavés.

Y, saciada su sed de eternidad,

en oscilante trayectoria

arrostró nuevamente su victoria,

la morada de Baco,

en busca de otro sorbo

de fútil felicidad. 

PD: El título de esta entrada es un homenaje a un vecino de mi madre que, preguntando sobre mi próximo viaje, no cesaba de referirse al norteño país como Laponia.

domingo, 25 de abril de 2021

El incierto futuro de la educación paraguaya

En junio del año pasado, cuando la pandemia apenas comenzaba a dar sus primeros estertores, cuando no imaginábamos que nos aventurábamos en una océano embravecido plagado de olas gigantes que  batirían una a una sin atisbar el final de la marea, cuando la vacuna está aún lejos del alcance de la mayoría de países del mundo (Paraguay incluido), bien por ineptitud de los gobiernos, bien por el egoísmo internacional (o las dos cosas), escribí un ensayo por entregas sobre la situación del sector educativo paraguayo.

El artículo gozó de una limitada repercusión, a tenor de las visitas en la web del diario digital que lo publicó, Nova Paraguay. De modo indirecto, sin embargo, me llegaron veladas críticas que me afeaban, precisamente, el tono crítico (pero constructivo, a mi entender) empleado. Otras (las menos) fueron de alabanza. Un año después de que empezara todo, en el año I d. c. (después del coronavirus) recibo desde el otro lado del charco, en la vieja España, noticias nuevas del nuevo mundo que hablan de profesores a los que se les redujo el sueldo y les doblaron los alumnos por clase, de instituciones que hacen malabares para seguir funcionando mejorando a marchas forzadas sus sistemas a distancia y de alumnos que intentan no perder años adaptándose a un sistema que no es lo que esperaban y que pierde la interacción inmediata que solo da la presencialidad. Son, en realidad, noticias viejas que no auguran un tiempo nuevo.

Es por esto que he creído conveniente colgar acá el link al artículo que compendió las tres entregas de la serie por si algún político distraído o asesor ministerial que frecuente esta bitácora decide que algo puede hacerse para enderezar el rumbo de la nave en medio de tan catártica tempestad. Y uso el término griego, pues, si no aprendemos de lo que estamos viviendo, no nos redimiremos nunca de nuestros defectos (proporcionales al nivel de responsabilidad en el sistema) y estaremos condenados a subir eternamente la losa de nuestra incompetencia social para no llegar nunca a arrojarla al cráter purificador. 

Se dirá, ¡qué fácil es hablar! Más fácil que actuar, sí, pero no lo es cuando el discurso no guarda coherencia con los actos. De mi etapa como gestor educativo no guardo remordimiento alguno, pese a poder haberlo hecho mejor. Puse en ello todo mi empeño. Aún ahora sigo trabajando en un proyecto que espero veo la luz para mejorar la competencia de nuestros profesores de lengua. Es tiempo de los valientes que tomen decisiones drásticas desde las instituciones. Es el momento de los héroes que, con su negativa a hacer algo ilegal o algo inmoral, sus protestas pacíficas en las calles, sus críticas en medios y redes sociales y con su voto, empujen al cobarde intocable a tornar en valiente (aun aparencial).

Ahí dejo mi mensaje:

http://www.novaparaguay.com/nota.asp?t=El-incierto-futuro-de-la-educacion-paraguaya&id=26144&id_tiponota=3