miércoles, 16 de diciembre de 2015

Un país dibujado por el agua

La frontera del país está delimitada en gran parte por el cauce de dos grandes ríos, el que traza frontera con Brasil, el de las cataratas del Iguazú, y el que lo separa de Argentina y le da nombre. Este último es el que baña la capital, Asunción, y con las torrenciales lluvias que riegan el país entre noviembre y enero anega los hogares de miles de personas que se apiñan en chabolas junto a los márgenes del río. Y no solo en los barrios más pobres, sino que muchas calles parecen perennes riachuelos, al desaguar las piscinas o romperse cañerías, dada la ausencia de alcantarillado en muchas zonas.

Cuando viene una gran tormenta son muchas las posibilidades de quedarse sin luz ni agua (toda la ciudad esta adornada con postes eléctricos que parecen bailar en el bigote de una gamba, sus cables en precario equilibrio, ninguno tenso, alguno casi llega a tocar el suelo), como en la última, la peor en mucho tiempo, según los lugareños, que mantuvo a algunos asuncenos hasta 5 días sin luz (nosotros tuvimos mucha más suerte y solo estuvimos 36 horas, cosas del azar o, quizás, del fiscal general del estado, que es nuestro vecino...).

Llega la tormenta, digo, y más posibilidades aún tienen los pobladores ribereños de emigrar hacia el centro de la ciudad, huyendo del brutal regadío forzoso. Rápidos como los rayos que descarga el temporal construyen cobertizos de tablitas de madera allá donde el río no les alcance, ocupando en cuestión de minutos aquellos habitáculos abandonados por otras familias que pasan a establecerse en otros mejor situados. También entre los pobres de solemnidad hay clases.

                                         Vivienda tipo del barrio Tablada Nueva

Entre chabolas, montañas de bolsas de basura y bebés siendo bañados en palanganas de agua turbia por sus madres están las casas de acogida de las hermanas Vicentinas del barrio de Tablada Nueva (lo único de estreno de la zona, el nombre). Hace un mes la acera de acceso estaba despejada. Hoy solo queda franca la puerta de acceso, tomada el resto por precarias construcciones de madera de sus últimos pobladores. Las monjas son la familia de 22 niños entre 5 y 15 años huérfanos de padre y madre, o como si lo fueran, pues alguien que maltrata a su hijo no puede llamarse padre, apenas progenitor.

Las religiosas y el personal que con ellas colabora son la verdadera familia de estos niños, como la de las niñas (alguna, hermana de los chicos acogidos) que viven en la otra casa de la congregación en el barrio, que también acoge en unas dependencias contiguas a niños con sida y aquejados de otras enfermedades, como Jesús, qué coincidencia su nombre, chaval postrado en una silla-camilla de unos 12 años con un tipo de parálisis cerebral, que, en su sufrimiento, no dejaba de sonreír al cogerle la mano.

                                    Chavales con sus zapatillas nuevas para jugar al fútbol (muchos jugaban descalzos)

En un edificio anexo al de los chicos está la escuela, que da cabida a 400 niños y niñas del barrio, condenados a seguir la estela de sus pobres (dicho en un sentido estrictamente material) padres si no fuera por este proyecto que se enfrenta a crónicos problemas de falta de profesorado, debido a la escasez de dinero. Cuando vaya a España, en apenas unos días, intentaré buscarles financiación, de modo que cualquier idea será bienvenida. El aprendizaje es la única vía para que prospere un país hundido en los índices educativos, tanto a nivel elemental como superior, en el que un profesor de secundaria, por poner un ejemplo, escribe con repetidas faltas de ortografía, o, un ingeniero, realiza un proyecto de obra pública sin tener en cuenta los peraltes (inclinación en una vía). Con todo, esos niños difícilmente tengan una oportunidad de revertir su mísera situación, porque en Paraguay, quien no "tiene caballo" no avanza. Sin "enchufe", no hay luz.

Un país que según el último informe de la ONU es el más feliz del mundo, como apuntaba John Carlin, en un artículo de El País, muy acertadamente, quizás porque la ignorancia es el camino más corto a la felicidad. Un país donde "no hay drama", por eso es normal ver un coche destartalado repleto de cartones -apenas desaprovechado el asiento del piloto-, o una señora  de cierta edad (en realidad, seguro que tienen muchos menos años) desdentada y de rasgos indígenas llevando una bolsa enorme (dos veces ella) repleta de botellas de plástico sobre su cabeza y arrastrando otra  de similar tamaño. Por eso cada cruce de calles con semáforo (curiosa la ubicación de los mismos, del otro lado de la intersección, de modo que para el recién llegado puede ser una confusión peligrosa) es un bazar con infinidad de productos, desde fruta de temporada, pasta de dientes, alfombrillas para el coche o la bandera del club de fútbol de la ciudad que juega esa noche.

Cuesta cogerle la onda al paraguayo. Apostaría que tras la enigmática media sonrisa y el hieratismo de muchos, puede no haber nada (como decía un filósofo cachondo cuyo nombre no recuerdo, apenas un canal de aire entre oreja y oreja); es como intentar hablar con la Faustine de la novelita de Bioy Casares (como si no existiera ella, tú, o los dos), pero a veces se esconde también una cálida simpatía, como la de Vicente, el jardinero, que espontáneamente le trae un par de naranjas a mi hija o el singular Don Bori (no sé si es con b o con v), brasileño radicado acá desde hace 30 años, de planta "cuasimodiana", que carga sobre su encorvada espalda el cuidado de los niños del hogar de San Vicente.

                                                              En Paraguay nada es lo que parece

Los contrastes son exagerados. Los hijos de las clases más favorecidas viven en su burbuja de coches de marca, noches de discoteca y días de inconsciencia (para esto no les hace falta el alcohol). Alguno de estos clubes nocturnos, que visité fugazmente, parece un remedo de las discotecas más chic de Madrid, tipo Gabanna o Garamond, con su aire decadente adornado con cuadros de reyes del renacimiento y reservados con botellas de champagne, chicas muy jóvenes emperifolladas, embutidas en vestidos minúsculos, contoneándose como si fueran bailarinas en lo alto de una plataforma. Como dice un español que lleva tiempo viviendo en Paraguay,  veterano en las lides nocturnas asuncenas: con plata y una camioneta (todoterreno) aquí eres el rey.

Esta es la tierra donde vivo, en la que es imposible hallar una talla concreta de calcetines (los hay para bebé, pequeños -para niños- y grandes) y donde, allá donde veas un ser humano paraguayo, encontrarás un termo de tereré (infusión como el mate argentino pero que, a diferencia de ésta, se toma fría). No sé si encontraré trabajo, porque nunca me ha gustado montar a "caballo", pero intentaré echar un cable a esos niños en la medida de mis posibilidades.

Y aprenderé a cultivar la paciencia y el humor, siguiendo el ejemplo del suboficial Eudaldo Castillo, quien, como abnegado amanuense, tomó nota de la denuncia que formulé tras el accidente que padecí con una madre del SEK, cuyo hijo abrió la puerta al pasar yo en paralelo y me lo arrancó de cuajo ("no fui yo, fue el niño", alcanzó a decir, más o menos, la tipa). El suboficial nos advirtió de que la computadora estaba fuera de servicio (por lo que pude observar en las dependencias de la comisaría, solo tienen un ordenador, además de una hoja de papel a modo de cartel en la entrada que señala que el horario de visitas a los detenidos es de 13 a 13:30, seguido de un llamativo "NO INSISTIR") y, mientras me hacía preguntas referidas al accidente, se reía, nada sutilmente, cuando llegábamos a la altura del relato en el que la puerta del otro coche golpeaba mi retrovisor; eso sí, finalmente, tras una escena que pareció un remedo de Coco dando una lección en Barrio Sésamo, quedó claro que el espejo dañado fue el izquierdo, el del piloto (sin este detalle y un croquis gestual le hubiera sido imposible ubicar al agente el retrovisor roto...)

El Dios de la lluvia llora sobre Paraguay. El pueblo sonríe. Qué afortunados somos y vivimos como si no lo supiéramos...

                                                  Aprovechando el espacio. Para qué dar las luces si ya brilla la luna...

sábado, 30 de mayo de 2015

Paraguayizarse o morir


Poco a poco he ido haciendo mío el lema con el que titulo esta nueva entrega tan tardía. El retraso se debe a la atribulada existencia mía en este 'lindo' país (le estoy cogiendo el gusto a este adjetivo, de tanto oírlo), en otras palabras, he andado más quemado que la moto de un hippie. Adaptarse es en biología (también en general) acomodarse a las condiciones del entorno y yo soy como un camello en Siberia. Cuesta pero lo conseguiré, por muy jorobado que sea (el empeño, no el camello).
 
Manifestación en el centro de Asunción reclamando la extensión y mejora del alcantarillado

El entorno es duro para un castellano acostumbrado a la sequedad y al frío, con un calor en verano (de diciembre a marzo) y una humedad brutal que te entumece los huesos y a veces algo más... No sé si fue antes el clima o la cultura, pero la cuestión es que muchos paraguayos parece que viven derretidos, al hablar, al actuar y no sé si incluso al pensar. Lo que aquí ocurre no es el 'Me estás estresando' del anuncio en una isla caribeña, es una especie de apatía, mezclada con una trivialización de la mentira.

Claro que no todo el mundo es igual, pues ahí están Gregori, el chófer del autobús que lleva a Iria al cole, dechado de simpatía, o Leonardo (aunque nació en Argentina), ejemplo de buena educación, al que mencioné en el primer relato, o Gonzalo, alias 'Paloma', de 90 años, que muy amablemente me indicó cómo tenía que correr ("Pisando con la punta") cuando crucé frente a su casa del barrio de las Mercedes, donde vivimos al llegar, o Carlos, bonachón empleado de la embajada siempre dispuesto a ayudar. Pero hay un tipo humano que se repite y que tiene en la pachorra infinita el común denominador. Veamos algunos ejemplos describiendo algunas de las características que he observado en estos meses del homo paraguayensis, a lo Darwin en los jardines botánicos de Londres:

El paraguayo puede hacer prácticamente de todo, aunque no se le puede calificar exactamente como hombre renacentista. Me explico. Hace cosa  de dos meses decidí renovarme el carnet de conducir a través de la embajada. El meollo del asunto consistía en conseguir el certificado médico de rigor que acreditara que tengo una vista de águila. Siguiendo la recomendación de la embajada me dirigí al Centro de Salud nº4 "Bonifacio Salvio" (ando deseando conocer otro centro de salud, tiene que ser 'incredi-bol'), un edificio  semiruinoso (como casi todo el centro de la ciudad), con pegatinas escritas a rotulador en las puertas con el nombre de la especialidad y camillas viejas en vez de sillas en las que el lugareño espera pacientemente su turno y donde es imposible diferenciar a las enfermeras de las pacientes que conversan con ellas. Pues bien, cuatro intentos necesité para conseguir un certificado LEGAL.

Las dos primeras "el doctor no se encontraba", pero el saber cuándo dar con él es labor demiúrgica, porque no hay teléfono. La tercera tampoco lo hallé, pero me salió la furia española (aunque pintoresco, viajar en colectivo no es algo que a uno le apetezca hacer más de una vez al día) y me atendió el director del centro. La revisión médica fue de antología: "¿Ve usted bien de lejos? ¿Y de cerca?" Eran preguntas abstractas, claro, porque ningún cartel con letras de diferentes tamaños se veía por ningún lado. Fui tan certero en mis respuestas que en el certificado ponía que tenía la agudeza visual de un catalejo, un 100% de atención y un 'aprovado' (transcribo literal) en la prueba de inteligencia. Por apenas 18 mil guaraníes (unos tres euros y medio). Y todo sin levantarme de la silla ni escribir una palabra. Una máquina.

Como unas pascuas me fui yo al Ministerio de Salud, donde tenían que legalizar el certificado, cuando al llegar a la ventanilla del Departamento de Registro de profesionales de salud, me dice el tipo: "No le puedo autenticar el documento porque el que firma no es médico"... Me volví al Centro de salud hecho un brazo de mar Cantábrico en plena galerna. Pregunto por el Sr. Director, le echo en cara lo ocurrido y me dice parsimoniosamente: "No hay drama", expresión muy de estas tierras, ya voy entendiendo el porqué... Y efectivamente, más parecía una comedia, porque trajo un documento en blanco con la firma de un médico (eso me aseguró ante mi estupor) y, como los niños hacíamos caligrafía hace muchos años, el Sr. Hernán rellenó el nuevo documento y, de nuevo, 'aprové' el test de inteligencia.

El paraguayo es cumplidor, aunque a veces le lleve un tiempo. Esto se puede afirmar de la empresa de Internet y televisión por cable, Tigo, quienes al instalarnos el decodificador nos trajeron el mando de otro modelo de decodificador. Debe ser política de empresa, porque a una compañera de Isa le pasó lo mismo, pero al revés, pues le llevaron nuestro modelo de mando, pero otro decodificador... Felizmente, fueron muy amables y dejaron que fuera yo el que me acercara a sus oficinas tres veces (las dos primeras me las cambiaron por el mismo modelo de mando, hasta que decidieron enviarme a un técnico que me dijo... que tenía que volver a la tienda a por otro mando). Lo mismo se puede decir de la eléctrica, ANDE, que al irse la luz el domingo pasado, dijeron que lo arreglarían (pero no dijeron cuándo), y 10 horas después el problema estaba solucionado, lo cual no está mal, pues parece ser que cayó un rayo en el transformador de nuestro área (menudas tormentas hay por estos lares, que si viviera Noé estaría preocupado de que no le alcanzara con el Arca). Esta cualidad no se puede predicar de todos los fontaneros ('plomeros', en lenguaje local), porque el primero que iba a venir nos tuvo en vilo tres semanas y al final nunca vino. Los electricistas son más majos, aunque también les gusta volver varias veces para comprobar si el trabajo está bien hecho o no.

El paraguayo es fiel a sí mismo, por eso nunca se autoengaña, pero alguna vez engaña al prójimo, aunque lo haga naturalmente, como si no hubiera ánimo defraudatorio. De este modo se dan casos curiosos, como cuando mi mujer le preguntó a una compañera de su trabajo, quien le recomendó a una agente inmobiliaria, si le había pasado algo a su amiga, pues no contestaba a nuestros correos; la compañera le contestó que su amiga le dijo que ya habíamos encontrado casa (¿en sueños, quizás?), o como cuando otra de una inmobiliaria casi arruina nuestro alquiler de la casita que tras dos meses de ardua búsqueda al fin encontramos, diciéndole a nuestra casera que nos íbamos del país, por no decirle que nos negamos a la subida anual que la tipa nos metía en el contrato sin conocimiento (eso dice) de la dueña. Como podéis observar, las agentes inmobiliarias son el arquetipo de homo paraguayensis, excepto en que no parecen saber hacer de nada más que de agentes inmobiliarias, que tampoco saben hacerlo...
 
También es muy habitual que escribas correos electrónicos sin recibir nunca respuesta (que se lo digan a mi mujer, que tiene que escribir y llamar veinte veces a sus homólogas para confirmar una asistencia a un acto del jefe), debe ser que resulta un medio de comunicación muy impersonal, por eso me planté yo en el despacho del director de recursos humanos de una universidad llevando mi currículo: increíblemente, al mes me llamaron para una entrevista y, tras la cita, me llamaron diciéndome que querían hacerme una oferta, pero que les dijera cuánto quería cobrar. Les indiqué mi tarifa y, mes y medio después, ando esperando su respuesta. Hace cuatro días escribí a mi entrevistador a ver si sabía algo, aunque aún es pronto para que me responda... si lo hace alguna vez.
 
Policía de tráfico paraguayo, conocidos como 'zorros' (será por su astucia)
 
No todo en Paraguay es tan diferente como parece, pues el tráfico es caótico, como en Madrid en hora punta, aunque aquí la hora pico, como le dicen, es a cualquier hora; las calles tienen muchos más socavones (en alguno creo que vieron al monstruo del lago Ness hace algún tiempo); los policías de tráfico llevan tirantes; algunos coches van más cargados de lo normal; el cinturón de seguridad no está de moda (así como las sillas para niños pequeños); está prohibido que el copiloto lleve casco en las motos o eso parece al ver esa especie de vespinos del pleistoceno en las que, de media, viaja un tipo con sus dos hermanos pequeños agarrados a su camiseta por toda medida de seguridad; y hay transportes de lo más pintoresco, entre ellos el motocarro, el carro tirado por caballos y... el colectivo.

Ya hablé en el relato anterior de los autobuses, pero en mis últimos viajes he podido apreciar lo variado de su tipos y lo singular de sus conductores. Los hay de todos los colores y formas; tipo camión, con gran morro delantero y tubo de escape vertical, tipo camioneta, con tubo de escape inferior (pero que muy inferior) o autobús normal (dentro de lo que cabe). El que 'maneja' el colectivo suele ser un buen creyente: lleva la frontal adornada con pegatinas del tipo 'Jesús me ama' y hace del autocar su hogar, por eso hasta forra la caja de cambios con una funda de ganchillo que presumo le hace su madre. Además los colectivos paraguayos tienen servicio de catering: muchachos jóvenes que se suben con neveras llenas de 'gaseosas' -refrescos- y bandejas de frutas y que, como auténticos equilibristas  circenses, son capaces de servirte la Coca-Cola y cobrarte mientras resisten a la ley de la gravedad, a los frenazos y a los continuos vaivenes.  
 
Autobús asunceno, diseño interior.

Con todo, creo que esa especie de apatía es un modo de defensa ante la realidad que les ha tocado vivir. Un mundo en el que unos pocos lo tienen todo, contraste mucho más acusado si cabe que en España, y que, en su ceguera voluntaria no se dan cuenta (o no les importa, lo cual es más grave) que la miseria material de su gente es el reverso de su propia miseria moral, y de que tan malo es ser pobre de plata como pobre de espíritu (y no hablo en sentido bíblico, precisamente). El otro día, el electromecánico que vino a arreglarnos la puerta del garaje me contaba, con una media sonrisa, cómo uno de los señores (en sentido feudal, más que literal) para los que trabaja le contaba entre risas cómo se fue a Argentina con dos amigos a ponerse hasta las trancas de comer y beber un fin de semana porque en la empresa estatal en la que está como consejero le dijeron que no había justificado viaje alguno al país vecino, en el que teóricamente debía desarrollar una labor de consultoría de cooperación. Es la tragicomedia latinoamericana, poblada por coroneles Buendías que no quieren saber nada de sus hijos. Lo que a nuestros ojos europeos resulta inverosímil, acá se convierte en normal. La vida aquí (quizás como en todas partes) es un sueño.

viernes, 27 de febrero de 2015

¿Guay del Paraguay?

Cuántas veces recurrimos de adolescentes, sobre todo, a la manida rima para referir que estábamos bien o que algo nos parecía fetén. Muchos años después de usar por vez primera la espontánea expresión me pregunto sobre lo acertado de la asociación de tales palabras. ¿Es guay el Paraguay?

Para el presidente de la república, un tal Horacio Cartes, presumo que será bastante guay, a juzgar por las dimensiones de su residencia oficial. Para los 80 mil habitantes (según Alfredo, español afincado acá al que conocí hace un par de semanas durante un festejo de agasajo a su mujer, embarazada de su tercer hijo, de inminente nacimiento) que pueblan la Costanera (el margen izquierdo del río que da nombre al país y baña la capital, Asunción) no creo que su país les resulte ideal, precisamente. Y es que, cuando crece el río, los villanos de este gran poblado chabolista que se conoce como el barrio de la Chacarita, acordonado por la policía día y noche, en el que se refugian los pobres delincuentes (ambos términos en un sentido amplio), suben a las plazas del microcentro para llevarles algo, por las buenas o las malas, a sus hijos, quienes pululan descalzos y mugrientos (a juego con las calles y la mayoría de edificios del centro de la ciudad) entre las sedes oficiales (¡sangrante contraste!).


Cuando llegamos a Asunción, una ciudad en medio de un bosque, hace ahora poco más de un mes, una señora nos vino a recibir a la puerta del hotel con la intención de vendernos unos pañuelos de hilo. Mal sabía ella que soy aficionado a esos pañuelos, pero no a 10 euros el par... El hotel, Las Margaritas, parecía, efectivamente, una flor en medio de un campo arrasado, decadente, de edificios desconchados y oxidados, aceras desurbanizadas y basura en cada esquina. Para colmo, pillé una diarrea y aprendí una palabra árabe, al-morrana...

Esta primera impresión, empero, ha ido cediendo a una más positiva, coincidiendo con la mudanza al apartamento en el que residimos temporalmente, en el barrio de Las Mercedes. El barrio, como dice el portero de nuestra finca, Camacho (aquí todos contestan su apellido cuando les preguntas cómo se llaman, por eso no se extrañan cuando yo les contesto: "Borja", porque por estos lares es apellido, ya sabéis, como la encantadora Lucrecia), tiene de todo, a saber: una ferretería regentada por un hombre de espeso bigote amigo de Justo González, que lleva toda la vida en el barrio (el nombre-apellido del ferretero no conseguí entenderlo, porque, acento aparte, hay gente aquí que tiende a comerse sílabas) y que parece un puesto callejero de enigmática entrada (dos verjas sucesivas oxidadas señalan el camino al mostrador, en permanente penumbra); un taller, que parece una fábrica abandonada, un videoclub, donde parecen se abandonaron los DVDs en su combadas estanterías (encontrar allí una película es misión detectivesca), varias coiffures (salones de belleza para mujeres, entre ellos, Bellísimas, que debe hacer honor a su nombre, a juicio de sus precios, como los de España), algún chino (sí, también llegaron a Paraguay, pero las apariencias engañan: son mayormente coreanos), una tienda de juguetes y material escolar para niños, varios restaurantes, farmacias (que parecen colmados, pues en ellas puedes encontrar hasta gafas de buceo) y un par de supermercados grandes. Esto, para un asunceno, sería algo así como para un madrileño vivir en la calle Preciados.
 
 

Extranjeros y autóctonos coinciden en que acá estás perdido sin un coche (aunque con uno y primerizo puedes estarlo aún más, porque la conducción aquí no tiene reglas claras, especialmente en un cruce sin semáforos, donde pasa el que mete el morro primero, no en vano en la empresa de alquiler de coches me recomendaron "conducir a la defensiva"). Los colectivos (autobuses), sin embargo, son muchos y pasan con cierta frecuencia, pese a lo que dice la gente. Aunque hay que reconocer que, en hora punta, va más gente en un autobús que sardinillas en una lata de 500 gramos. Hace una semana tuve mi primera y única (de momento) experiencia en este transporte, a 50 céntimos el viaje, disfruté del recorrido observando la tarima de madera que suela el vehículo (dicen que son antiguos camiones remozados para autobuses) e incluso pude bajarme donde quería (apenas hay paradas señalizadas, supongo que el conocimiento lo da la experiencia), pese a que me costó encontrar la cuerda de la que hay que tirar para avisar al conductor que quieres apearte. Creo que los tornos que hay a la entrada y la salida deben ser, ya no para evitar que el avispado viajero sin billete abandone el vehículo, sino para que nadie se baje en marcha sin querer, y abandone ya no el colectivo, sino el mundo, porque aquí los autobuses van siempre, todos sin excepción, con las puertas abiertas.

El paraguayo no es muy afable a bote pronto, aunque he encontrado algunos que desmienten esta teoría y de los que hablaré en el próximo capítulo. Hay que saber discriminar, porque no siempre una sonrisa es sinónimo de simpatía, sino más bien de viveza, que diría el éste sí enteramente amable y educado Leandro, dueño de la empresa de alquiler de coches, o incluso más bien, diría yo, de escasez de luces...